· Demanda contra la Corte Constitucional
· El último bastión de la confianza ciudadana
Lástima que el Congreso no entienda el alcance de la Corte Constitucional. Y ahora los parlamentarios, por el fallo adverso a la disparatada reforma de la justicia, se vienen lanza en ristre amenazando a la magna corporación dizque con una denuncia por prevaricato. ¡Habrase visto! Como dice el refranero, los pájaros disparándole a las escopetas.
Pero más allá de semejante exabrupto, de no reconocer los mismos congresistas las graves falencias en que suelen incurrir en el procedimiento legislativo, de no entender que el Congreso debería ser lo suficientemente hábil e inteligente para fomentar el consenso político y darle salida a un país en muchas ocasiones bloqueado por efectos de la misma arrogancia congresional, lo que queda claro no solo es la incomprensión de lo que significa la Corte Constitucional y su valía gigantesca, sino que persiste la idea anacrónica de que cuanto se decida en el hemiciclo parlamentario es intangible y superior a los controles establecidos en la legislación colombiana.
Desde luego, el Congreso tiene toda la capacidad de hacer las leyes. Y a su vez es una, tan solo una, de las instituciones creadas para reformar la Constitución. Pero en ningún caso está exento de que sus determinaciones deban ser revisadas, derogadas, moduladas o transformadas por los tribunales correspondientes, en particular a los que el constituyente primario dio la atribución de confiar la salvaguarda constitucional. Y en ello la Corte ha sido no solo ejemplar, sino que ha intentado desarrollar una jurisprudencia y la academia una doctrina que le han permitido al país continuar, aun en medio de vicisitudes inverosímiles, por el sendero estable de una democracia fielmente constituida al tenor del mandato popular de 1991 y sus actualizaciones paulatinas.
La primera falencia para la creación de derecho público, en Colombia, es precisamente la docilidad de las mayorías parlamentarias a los gobiernos, a los que no solo no pretenden incomodar sino de los cuales son simple correa de transmisión de sus apetencias, dada su incapacidad virológica para generar iniciativas propias. Sobre esa base se ha dado una decadencia general del Legislativo, no solo por la insuficiencia del control político asignado, sino por el abandono de sus funciones representativas.
De hecho, hoy su afán principalísimo es otorgar facultades extraordinarias al Ejecutivo y con ello desprenderse de sus atribuciones esenciales. Es cierto que, en su momento, el órgano parlamentario sirvió, universalmente, para enfrentar el absolutismo monárquico pero ahora en Colombia, y en plena modernidad, lo prohíja y decanta por la dirección de plegarse mansamente al Ejecutivo, sobre la base de una compraventa funcional persistente, pese a la penalización de la Corte Suprema en sonados casos. Inclusive, el Congreso abandona sus funciones en la misma rama Judicial, como quedó comprobado con la ausencia de debate y legislación, fuere por la vía positiva o negativa, de temas sociales candentes y sobre los que estaba llamado a pronunciarse. Y ahora los parlamentarios vienen a quejarse cuando no han hecho más que, efectivamente, recaer en abusos de la delegación legislativa y en autoarrinconarse por dejar la iniciativa normativa casi exclusivamente en cabeza gubernamental.
La furia del Congreso contra la Corte Constitucional radica en la defensa que esta hizo de la independencia y autonomía de la rama Judicial. Habiendo desestimado a propósito las ideas y comentarios de las Cortes sobre la reforma de la justicia, recurriendo a pantomimas y evasiones de la suficiente ilustración, y colgándole todo tipo de arandelas a una legislación que buscaba simple y llanamente prohibir la reelección presidencial, el Congreso se creyó con la omnipotencia inusitada de situarse por encima del control constitucional. Lo que, desde luego, era una aspiración inconsecuente con la separación de las ramas del poder público inmodificable. Y un petardo al gran avance colombiano, tal vez de los pocos institucionales existentes, de haber logrado la autonomía e independencia de la rama Judicial frente al binomio Ejecutivo-Legislativo, siempre tan garoso e imperialista para cooptar y ocupar el Estado completo.
Pero el trasfondo del debate, bajo la amenaza de denunciar a la Corte Constitucional por prevaricato, va más allá. Se trata de una advertencia sobre otras legislaciones improcedentes del binomio antedicho, como el plebiscito (miniplebisicito) y el llamado acto legislativo por la paz. Dos esperpentos jurídicos, claro está, que no serán por las advertencias y las amenazas del Congreso que no recibirán el debido control constitucional al que, con la debida confianza, como dice la Constitución, aspiramos los demócratas, es decir, la gran mayoría de los colombianos. En todo caso, mal espectáculo aquel del Congreso que, habiendo resignado casi todas sus funciones, ahora las pretende rescatar como un perro ladrándole a la luna.