El problema de poner fechas “fatales” al proceso de paz radica, precisamente, en casos como los que actualmente se presentan. Porque tal y como están las cosas pensar que la firma del fin del conflicto podrá conseguirse el anunciado 23 de marzo de 2016, dentro de los primeros tres meses del próximo año, parecería inviable.
Está claro, por supuesto, que el Gobierno y las Farc habían declarado verbalmente esa fecha como un anhelo válido. No obstante, ello pareció más fruto de la retórica que de las realidades de la agenda si se entiende que esta ha tenido un desarrollo a saltos, con múltiples salvedades y temas extras que han quitado tiempo para negociar los puntos esenciales. Sabido está, por ejemplo, que los documentos firmados sobre agricultura, participación política y cultivos ilícitos tienen al menos 28 puntos pendientes y que son ellos motivo de honda controversia al interior de la mesa de negociación. Al respecto, se rubricó lo que tenía consenso pero se dejaron para después las posiciones en las que había disenso. Así fue claramente advertido por las partes. Nada de que sorprenderse. Y si esto es así en lo que se anunció como lo más fácil podrá entenderse que los temas más complejos, hoy todos en suspenso, se van a tomar mayor tiempo que el empleado para lo más sencillo.
En general, el proceso de paz ha tenido más forma que fondo, es decir, se ha trabajado de alguna manera más sobre el proceso que sobre la paz. Tiene, claro está, como lo hemos exaltado, un grandísimo punto a favor: el cese al fuego unilateral declarado por la guerrilla. Eso ha permitido avanzar sin la presión bélica y la sombra del terror. De modo que ello, aparte de respirar un ambiente favorable hacia la reconciliación, ha servido para abocar los temas, faltando por supuesto pasar al cese de hostilidades, es decir, suspender acciones gravísimas como la extorsión, las amenazas en las regiones y la producción de drogas ilícitas.
Se dijo, al mismo tiempo, que en el Acuerdo de Justicia era donde se presentaban mayores escollos, de manera que salvados estos, la paz estaba de un cacho. Pero una vez suscrito ese convenio, en una ceremonia cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo, las discrepancias sobre lo firmado afloraron en un dos por tres y prácticamente se volvió a las discusiones previas, tal vez de forma más aguda. Hoy está claro que hay una distancia sideral en cuanto a la libertad restrictiva y la vigilancia y control de los máximos responsables guerrilleros en lugares de confinamiento, que por lo demás ha prometido y explicado el Jefe de Estado incluso en entrevistas internacionales, mientras que la guerrilla considera que con cumplir la justicia restaurativa es suficiente como elemento coercitivo y sancionatorio, sin reclusión o aislamiento de ningún tipo. También hay interpretaciones disímiles sobre el alcance del Tribunal de Justicia y la judicialización de los participantes en las decisiones del conflicto armado interno, desde presidentes hacia abajo, por ejemplo, en referencia a los bombardeos sobre Casa Verde, en 1990, o la incursión en territorio ecuatoriano para dar de baja a “Raúl Reyes”, en 2008, como la eliminación de “Alfonso Cano” en 2011. Y seguramente elementos de divergencia adicional.
En todo caso, ese Acuerdo de Justicia que en principio se había dado por finalizado y que luego se prometió enmendar en cosa de un par de semanas, ya lleva dos meses sin solución. De modo que el supuesto pacto, antes que formalizar el consentimiento entre las partes, sirvió más bien para ratificar el gigantesco tamaño del desacuerdo. Y como a ello se había atado la suerte inmediata y futura del proceso, todo quedó prácticamente paralizado, incluido el lapso hacia la fecha del 23-M.
En general, los procesos de paz en el mundo se dividen, entre otros aspectos, en dos: los procesos cerrados, que son aquellos que desde el comienzo tienen plazos fijos pactados, cronogramas establecidos y una planeación estratégica conjunta; y los abiertos, donde no son los plazos los que marcan el ritmo, sino la voluntad de las partes y el empuje de la Mesa para sacar avante la agenda y no salirse de ella. En el actual proceso de La Habana la regla de oro es que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Es decir, es la proclama de un proceso de paz abierto, en el que se le da toda la fuerza a la Mesa sin que en un comienzo se hubieran fijado plazos, seguramente innecesarios dentro de la constatación que en su momento las partes hicieron de la voluntad real de paz dentro del largo período de contactos confidenciales.
Sea lo que sea, el proceso de paz no puede perder perspectiva o dinámica por una fecha que pudo ser motivo de los reflectores y la efervescencia y calor de aquel día del confuso comunicado sobre el Acuerdo de Justicia, en La Habana. Que por lo demás no responde, exactamente, a los mecanismos pactados. Y que, al contrario, antes de dinamizar puede más bien entorpecer. Por supuesto, cabe toda la razón al Presidente en tratar de no perder la cara y salvar la fecha como día del acuerdo final. Y lo ideal es que lograra cumplirse en toda la línea. Pero como se ven las cosas desde afuera, centrar el proceso en la fecha puede dilatarlo en vez de apurarlo. De cualquier modo de lo que se trata es de retornar al espíritu y camino de la agenda. En tal sentido es positivo el envío de Enrique Santos Calderón como enviado especial del Jefe de Estado para retomar la confianza, al parecer quebrantada, y destrabar el proceso. Que es lo que verdaderamente cuenta.