*El desafío catalán
*La Ley de Claridad
Según los politólogos que conocen mejor de la soberanía popular y la capacidad de los pueblos a expresar su voluntad en las urnas, es evidente que las masas también se equivocan. Son las masas las que en ocasiones, incluso contra todos los pronósticos, eligen a los peores, como si existiese en determinadas circunstancias una tendencia popular a caer en la tentación de Tanatos o suerte de suicidio colectivo. La presunción del filósofo ginebrino Juan Jacobo Rousseau, según la cual las masas vendrían en cierta forma a expresar en la democracia la voz de Dios, fuera de ser falsa en numerosos casos históricos ha demostrado que por la vía de la demagogia se pervierte el sistema. Lo que significa que para auscultar el querer de los más la mejor opción es convocarlos a las urnas por la dificultad de hablar directamente con ellos. La democracia directa de los antiguos griegos es imposible en la práctica para auscultar el querer de millones y millones de seres. En tal caso lo fundamental es que el voto sea libre, no solamente de los compradores de votos, de la propaganda negra, de la presión oficial y de compromisos que niegan la libre voluntad del hombre frente a los poderosos, sino que se dependa de una cultura política superior para decidir por el mejor partido.
¿Qué defensa tienen los Estados cuando sus dirigentes se contagian de locura y la transmiten a las masas? Cuando flota en el aire un secesionismo suicida y corruptor, que aliena la voluntad popular. O lo contrario, cuando a la inversa, el pueblo decide integrarse a otro Estado, como ocurrió con Austria durante la hegemonía del canciller alemán Adolfo Hitler. Es algo similar a lo que en estos momentos está pasando en Ucrania, donde un sector de la población pro-ruso, apela a las vías de hecho para refundirse con Moscó, en tanto otro sector de Ucrania está por entrar a la Unión Europea cuanto antes. Ninguna de las anteriores circunstancias se da en el caso de España, en donde el presidente de la Comunidad de Cataluña, Artur Mas, ha puesto en marcha el método para salir reelecto y eternizarse en el poder local; se trata de consagrar el separatismo y exacerbar la rivalidad regionalista, hasta el punto de plantear abiertamente la desintegración de España. Política que se impulsa desde el Gobierno y que está dando lugar a reacciones extremas de la otra España, que sostiene que lo mejor es que Cataluña se vaya cuanto antes, puesto que según sus cuentas a cada rugido separatista le cuesta al resto del país miles y miles de millones de euros.
En medio de la división de opiniones la democracia nacional está operando y el Tribunal Constitucional dio a conocer la sentencia que establece la inconstitucionalidad del proceso separatista del nacionalismo catalán de Mas. La decisión la tomaron por unanimidad los 12 magistrados que componen la máxima autoridad judicial española. El Tribunal Constitucional considera que la resolución aprobada el 23 de enero de 2013 por el Parlamento de Cataluña, por la que se aprueba que la “declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña” es susceptible de recurso de inconstitucionalidad, porque se trata de un acto político con efectos jurídicos y, por tanto, sometido al control de legalidad constitucional. El Tribunal deja claro que siendo esa resolución local apenas una declaración de principios, aún así no es ajena al control de constitucionalidad. Lo que refuta la tesis que subvertía los valores constitucionales en cuanto el Gobierno catalán afirmaba que se trataba de un acto con consecuencias jurídicas perfectamente definidas y con fundamento en sus propias mayorías locales, desconociendo que existe por encima la unidad real mayoritaria de España y de destino. España y Cataluña se deben mutuamente a la unidad material y espiritual de la hispanidad. El texto de la sentencia refleja un contenido de consenso en sus planteamientos y en su decisión política, lo que significa que ningún territorio tiene el derecho a la separación unilateral. Las mayorías en una nación tienen derechos. Es así como se invoca la sentencia de 20 de agosto de 1998, del Tribunal Supremo del Canadá, que permitió que el Parlamento canadiense debatiera y aprobara la Ley de Claridad, en virtud de la cual ningún territorio tiene atribuido el derecho a la separación unilateral. En consecuencia: lo primero que un Estado debe defender a toda costa es su supervivencia y unidad.