Desde Platón y Aristóteles se ha discutido sobre el significado de la democracia. Se acepta, por lo general, que es el gobierno del pueblo. Lo que ha dado lugar a interesantísimas controversias. Son famosas las declaraciones del entonces canciller Adolfo Hitler contra el presidente estadounidense Theodore Roosevelt, en las que hacía una comparación de los dos con la finalidad de establecer quién era más demócrata. Como el dirigente alemán había alcanzado un porcentaje altísimo de los votos del pueblo al derrotar a los partidos de la oposición, que estaban fraccionados, sostenía que él sí era un verdadero demócrata, en contraposición a Roosevelt, cuyo porcentaje de sufragios era menor. La comparación no era válida puesto que el sistema electoral norteamericano es marcadamente bipartidista, por lo que la distancia entre republicanos y demócratas nunca ha sido abismal en las urnas.
Hitler apelaba no sólo al sofisma de desconocer olímpicamente cómo funciona la democracia estadounidense, sino también que en las grandes decisiones de Estado, particularmente en lo internacional, la Nación estadounidense apoya, más allá del origen partidista, al gobernante de turno, siendo esa una de las razones por las cuales ha sido tan fuerte esa potencia.
La personalidad de los déspotas suele tener rasgos en común y quizá la primera condición es aprovecharse de la ingenuidad e inseguridad de las masas. También de la debilidad, desunión y contradicciones de la sociedad, lo mismo que de la fragilidad e inoperancia de las instituciones democráticas. De allí que el arma preferida de los populistas y déspotas es el verbo. Los demagogos apelan a la palabra, a la repetición discursiva de sus consignas y la degradación brutal y calumniosa de sus contrarios hasta intoxicar la opinión pública y hacer de sus alucinaciones verdades que se encriptan en la mente del pueblo. A partir del momento en el que el verbo alucinante de los demagogos domina la conciencia de los demás, dejan de distinguir hasta las más elementales nociones de lo bueno y lo malo. A través de la historia los déspotas apoyados en masas dóciles han llevado a sus naciones a la desgracia y guerras terribles, mientras otros se limitan a cerrar su garra abusiva sobre el poder y oprimir a sus propios conciudadanos.
También hay simples imitadores de los grandes demagogos que reseña la historia. Entre esos se destaca Rafael Correa, al cual retrata con su perspicacia y fina pluma en cuanto a su doble personalidad, el periodista Miguel Ángel Bastenier. Sobre el demagogo ecuatoriano, el escritor ibérico afirma “que es un Bolivariano titulado, y más ahora que la muerte de Hugo Chávez parece abrirle la puerta a la dirección del movimiento. Sus declaraciones son siempre políticamente correctas, aunque la profusión de nombres de conquistadores españoles en las calles de Quito se compadece mal con el culto al Libertador; cuando hay que decir socialismo lo dice con gran énfasis y si hay que adjuntarle fecha, siglo XXI, tampoco se echa atrás, pese a que nada en el país augura la transformación socialista de Ecuador”
Y sigue Bastenier: “Correa ya tiene lo que anhelaba. Todo. Con su abrumadora mayoría en la Cámara podrá hacer aprobar lo que quiera, aunque asegura que no reformará la Constitución para ser de nuevo candidato”. Quizá por falta de espacio el periodista español no entra en detalles sobre la forma abusiva y arbitraria como Correa, en muy poco tiempo, entró a demoler las instituciones básicas de la democracia. El político de Guayaquil tenía su proyecto fríamente calculado: no lanzar listas propias con candidatos a la Asamblea so pretexto de no caer en alianzas con politiqueros corruptos y desacreditados, lo que proclamó en acalorados discursos durante una tormentosa campaña. Correa ocultaba sus preparativos para dar fuerte zarpazo al Poder Legislativo. Y así, ya Presidente, cargó en múltiples ocasiones con su látigo verbal contra los diputados elegidos democráticamente por los diferentes partidos, los cuales superaban de lejos los votos que él obtuvo para salir electo. Y no contento con atentar contra esa columna fundamental de la democracia, enviaba sus esbirros, mezclados entre la multitud, para rodear el edificio de la Asamblea e intimidar a los legisladores. La grotesca y burda maniobra, coreada desde los medios de comunicación manipulados, consiguió movilizar al pueblo contra sus representantes democráticos. Lo mismo hizo contra los magistrados de la Corte, hasta convocar a una Constituyente que le facilita capturar la representación popular y nombrar una magistratura de bolsillo, que legaliza su gobierno despótico.
Pero Bastenier cae en la trampa de Correa cuando equipara a éste con Bolívar, al decir que practica “un bolivianismo exagerado”. No cabe esa premisa, pues el Libertador sentó las bases de la democracia en Hispanoamérica cuando la región salía de la guerra civil, social y de Independencia, hasta enseñarles a los pueblos a respirar el aire de la libertad dentro del orden, el nuevo orden o democesarismo. En consecuencia, Correa no cabe en los zapatos de Bolívar.