La sociedad en todos sus estamentos se encuentra bajo la conmoción que causó el exabrupto del fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya de 19 de noviembre, por cuenta de la demanda que interpuso Nicaragua contra nuestra integridad y soberanía en el archipiélago de San Andrés, Providencia, Santa Catalina, islas, islotes, cayos y nuestro mar hasta el Meridiano 82, en la que desconoció de manera olímpica el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928, vigente entre los dos países. Al prevalecer ese estado de aturdimiento que producen las malas noticias, como suele ocurrir con algunas de las personas que son arrolladas por un vehículo y quedan en estado de shock, al perder de momento el instinto de conservación desfallecen y consideran que todo está perdido y no vale la pena ir a una clínica. Por fortuna, los paramédicos saben lo que deben hacer en estos casos, no entran en discusión, por lo general le dan un sedante al herido y emplean todos los medios a su alcance para mantenerlo con vida, mientras lo llevan al hospital. Muchos de esos seres se alivian y con el tiempo agradecen que les hayan salvado la vida.
Lo anterior explica que algunos colombianos que no se ocuparon antes de la demanda de Nicaragua, ahora resulten más papistas que el Papa, y pretendan que no se puede hacer absolutamente nada y de manera automática asocien ese episodio con la trágica pérdida de Panamá. Otros sentencian que todo está perdido y que el país no tiene salida distinta que acatar el fallo. Lo cierto es que Colombia no es la misma de 1903, cuando estaba convaleciente de la Guerra de los Mil Días y le amputaron Panamá, ni el gobierno de Juan Manuel Santos, quien dirige los destinos de la nación con el apoyo de varios partidos políticos y en plena legitimidad democrática, se asimila al de José Manuel Marroquín.
La reacción de Santos, al conocer el fallo ha sido la de un gobernante que asume a plenitud su responsabilidad, en el momento que lo sorprende la exótica decisión contraria a derecho de La Haya. Y lo primero que salta a la vista es que por un exceso de legalismo comprensible, así no lo compartiéramos, Colombia aceptó acudir a un juicio en donde se desconocían nuestras fronteras y de manera flagrante se violaba el Pacto de Bogotá de 1948, del cual somos signatarios. El Pacto de Bogotá y de Solución Pacífica de los Conflictos, entre otras cosas dice: Artículo II. “Las Altas Partes Contratantes reconocen la obligación de resolver las controversias internacionales por los procedimientos pacíficos regionales antes de llevarlas al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”. Por ende a la Corte de La Haya. Ese y otros varios artículos del Pacto de Bogotá fueron violados por Nicaragua. Colombia no puede incurrir en el mismo procedimiento, en consecuencia le corresponde salirse del mismo, para no violar sus normas y quedar en la jurisdicción de La Haya. Así podrá explicar en la ONU, que el fallo no solamente es injusto, viola las mismas convenciones y el respeto al Tratado Esguerra-Bárcenas, que la Corte en primera instancia expresó que dejaba incólume, sino que, fuera de ser contradictorio e injusto, es inaplicable.
Hasta ahora, en medio de las recriminaciones que son comunes en estos casos, es de reconocer que el gobierno de Juan Manuel Santos se muestra firme y se mueve con prudencia, estudia el delicado asunto y consulta a los elementos de la sociedad que le pueden dar luces en tema tan delicado, como tiene muy claro que son varios los países afectados por fallos adversos, que han tenido que negarse a cumplirlos para luchar jurídicamente por la restitución del derecho. La Corte de La Haya sobrepasó sus funciones y se arrogó facultades que desconocen el derecho internacional. Reconoce el Tratado Esguerra-Bárcenas, anterior a su existencia y no podía desconocer, pero en el segundo fallo se contradice y pisotea los derechos colombianos del Archipiélago de San Andrés y atenta en materia gravísima contra los derechos de los raizales, cuando su principal deber es defenderlos como lo consagra la ONU. Es inequívoco que Nicaragua violó el Pacto de Bogotá, lo menos que podemos hacer es denunciarlo para no volver a caer en la jurisdicción de un Tribunal hostil en La Haya. Nada mas trágico para un pueblo civilista, apegado al derecho como el colombiano, que resignarse, doblegarse y sucumbir por cuenta de un fallo brutal e injusto, cuando aún puede luchar por hacer brillar nuestro derecho en otras instancias internacionales. Para ese noble y grandioso fin debemos dejar las discusiones bizantinas y unirnos en la defensa a ultranza de nuestros derechos. Lo que no es una opción, es un deber insoslayable. Nuestra soberanía es irrenunciable.