Los cambios en las sociedades son todo menos automáticos. En realidad responden a procesos lentos, que tienen como base la asimilación gradual de conductas y pensamientos por parte de conglomerados de personas, que deben no sólo interiorizarlos en su siquis individual sino que poco a poco los empiezan a exigir como un procedimiento colectivo y obligatorio. Algunos tratadistas y sociólogos suelen denominar estos cambios positivos como una ampliación de ese menú de procederes sociales de lo que se llama popularmente “buenas costumbres”.
Y esto es precisamente lo que está pasando en Colombia con los derechos de las mujeres, sobre todo con el castigo social y público a los actos de violencia física o sicológica que a diario se perpetran contra muchas de ellas. Sorprende ver la reacción de las comunidades cuando se tiene noticia de estas agresiones, pues las voces de reproche que antes se expresaban en tono bajo y reservado, ahora saltan a la palestra pública casi de manera espontánea. La prensa contantemente está reportando cómo grupos de vecinos o transeúntes no se quedan pasivos ante esta clase de actos de fuerza contra las mujeres, y salen en su defensa o, al menos, le hacen saber al agresor que se ha llamado a las autoridades y que el castigo penal por su proceder será drástico.
Se evidencia, por tanto, que, sobre todo en las zonas urbanas, ya es muy escaso el margen de tolerancia que tienen las personas frente a casos de violencia intrafamiliar. Y ello queda comprobado en la forma en que las denuncias sobre agresiones a menores y mujeres han ido en aumento. Sería ingenuo negar que años atrás había un alto subregistro de estas agresiones, pero que hoy gracias a la drasticidad de la ley frente a los atacantes y los mecanismos de apoyo a la víctima, es menor el número de mujeres que soporta en silencio este sufrimiento.
Situaciones barriales o en inquilinatos en donde primaba la torcida tesis de que no había que ‘meterse en peleas de otros’, ha ido quedando atrás. Quienes son testigos de agresiones o atropellos a sus vecinos no dudan en llamar a las autoridades, así sea de manera anónima, para urgir su intervención. También es claro que el hecho de que en los casos de violencia intrafamiliar se haya anulado la opción de desistir de la denuncia, ha contribuido a que los agresores tomen conciencia de que si reinciden seguramente terminarán tras las rejas.
Ese es un cambio social que debe ser resaltado, pues la colombiana ha sido una sociedad tradicionalmente machista en la que por muchos años se toleraron actitudes anómalas individuales o intrafamiliares que hoy ya son vistas como delitos. En no pocas ocasiones hemos insistido en que de nada sirve agravar penas si las personas no interiorizan y toman conciencia de lo que ya no es socialmente aceptado.
Colombia está cambiando desde el punto de vista individual y colectivo. Y afortunadamente uno de los escenarios en donde esa evolución se está haciendo más evidente es en el de cero tolerancia a la violencia contra las mujeres.