LA evolución a tiros de la política en algunos países árabes, como ha sucedido en Siria, conduce a repensar su genealogía del conflicto, en una nación cuna de antiguas civilizaciones, y en el caso de algunos de sus países vecinos, que se mantuvieron por siglos y siglos dentro de un modelo caudillista tribal o monárquico, pasando en algunas ocasiones a la ocupación colonial otomana y, después europea, en principio, exceptuando la aventura militar de Napoleón; con tufillo a petróleo a partir de la I Guerra Mundial. Y el republicanismo-democrático y el parlamentarismo, que se experimentan en algunas naciones de la región, no consiguen modificar la mentalidad caudillista, la noción de la jefatura unipersonal, familiar y política, como un todo que se atornilla al poder. Podría decirse que la primigenia y vieja civilización árabe en medio de las grandes tormentas que sacuden el Medio Oriente, sufre mutaciones diversas y resurge una y otra vez con singular potencia. Los ejemplos abundan, cuando se pensaba que el Sha de Persia, Mohammed Reza Pahlevi, cuyo padre de origen plebeyo y miembro de las tropas de ocupación, que le había elevado como un títere al poder, podría occidentalizar la Nación y ensayar una monarquía remozada para convertir el país de raíces caucásicas, supuesta cuna de los arios, en potencia regional. Es cuando se produce la más formidable reacción popular que encabeza el ayatola Jomeini, defensor de milenarios dogmas religiosos que lo derrocan, consiguen involucionar la política y establecen un régimen absolutista, con visos de elecciones populares, dominio religioso, militar y partidista.
Si bien el ajedrez regional puede explicarse por las viejos antagonismos de las potencias, las intervenciones militares europeas y de los Estados Unidos, ligadas al petróleo, como a la creación de Israel; la herencia de la guerra fría, las ideologías importadas, la hostilidad que generan los nuevos dogmas, la creciente disolución del Estado, las luchas tribales o partidistas por el botín público, se dice también que en medio de esa confusión, con partidos políticos de corte occidental y ayatolas que repiten sus prístinas fuentes dogmático-religiosas, se da el choque de civilizaciones. Un choque que deviene del mundo antiguo árabe, puesto que casi todas las religiones del orbe se originan en esa región, incluido el cristianismo. Así por un fenómeno inimaginable en su tiempo, la que fuera considerada como la religión de los esclavos en la mísera Galilea, se convierte por cuenta de Cristo y sus seguidores San Pedro y San Pablo, en la capital del Imperio Romano en la fuente de la redención espiritual de Occidente y de la humanidad.
Así que el poder de los ayatolas en algunas naciones resurge en protesta por la invasión y ocupación occidental, que provoca la involución o vuelta al pasado, lo que agudiza el choque que algunos expertos denominan de civilizaciones, así coincida esto con la distensión paulatina de la guerra fría, la caída del muro de Berlín y el desplome de la Unión Soviética o el paso de la China de Mao a un modelo de capitalismo con un régimen autoritario, anclado en los ancestros políticos de tan antiquísima civilización. Si bien, es preciso reconocerlo, en algunos países árabes como, por ejemplo, Líbano, o Marruecos, practican el entendimiento civilizado de diversos credos y religiones. En el caso de Marruecos, en armonía con la monarquía progresista de Mohamed VI, con el modelo del buen gobierno en la región, con resultados sorprendentes en lo económico y social.
El anuncio de la Unión Europea de intervenir aún más en el conflicto que desangra a Siria, que deja en escombros las ciudades y pueblos, millares de muertos y heridos, con la infraestructura en ruinas, es inusitado. Lo que sorprende es que no se trata de enviar ayuda humanitaria, de montañas de alimentos, frazadas, carpas, vendas, médicos y enfermeros a la población, sino de proveer de más armas a las facciones en conflicto. El anuncio, desde luego, tiene que ver con la postura de Rusia y China, que propugnan por la no intervención de la ONU, que a estas altura casi que apenas serviría para patrullar ciudades que semejan cementerios, en donde los fantasmas son famélicos seres de carne y hueso que se esconden entre las ruinas de los que fueron sus hogares, universidades y templos.