*El político y la historia
*Rompió la camisa de fuerza liberal
En el centenario del natalicio de Alfonso López Michelsen se vuelca la imaginación de los colombianos que se interesan por la política y la historia, para analizar, evocar o criticar el periplo político de ese destacado hombre público del siglo XX. Pese a que él ingresa formalmente a la política después de los 40 años, ya había ocupado un cargo de elección popular y en el gobierno de su padre se le reconoce un particular influjo. Lo mismo que por sus actividades profesionales y ser el hijo del Ejecutivo, se ve envuelto en la lucha frontal que desgarra por entonces a los dos partidos históricos. Lo mismo que a un sector importante del liberalismo en su contra. Las nuevas generaciones apenas tienen noticias vagas de esos episodios que tuvieron enorme resonancia nacional, dado que dieron al traste con la República Liberal de entonces que agitaba las banderas de la revolución en marcha. El Siglo se convierte, bajo la dirección de Laureano Gómez y de José de la Vega, en defensor a ultranza del modelo de Estado que había propiciado el estadista Rafael Núñez. Pocas veces en la historia nacional se ha dado un periodismo tan combativo, tan independiente, tan comprometido con la doctrina y los más caros ideales conservadores, en tiempos en los cuales la creciente hostilidad de los partidos se agrava no solamente por las acres luchas del pasado, sino por el influjo del antagonismo que se hereda de la Guerra Civil en España, que se vive como propia entre nosotros.
El propio López, en sus escritos posteriores, se refiere a esos episodios que lo llevaron a radicarse en México, donde se relaciona con los intelectuales de ese país y del extranjero, lo que le permite asimilar los postulados en boga en ese país, aspecto que poco y casi nada han investigado sus biógrafos. Si bien, personajes como Carlos Fuentes, conocieron de primera mano de la interesante vida y la voracidad intelectual del personaje. También en su juventud escolar en Francia, en donde se le reconoció como el mejor estudiante extranjero de bachillerato, entra en contacto con los postulados de Henri-Louis Bergson, que se adentra en el tema de la intuición intelectual y la cultura, que a lo largo de su formación de tipo universal descubre. Y que lo va a distinguir, por esa rara capacidad de captar lo esencial, lo pertinente, como el fundamento de una teoría y del planteamiento político afín o contrario. Intuición que unida a su enorme capacidad de análisis lo convertirá en un formidable animal político cuando acepta la jefatura de un grupo de liberales disidentes que encabeza, entre otros, Álvaro Uribe Rueda, para hacer política en contra del Frente Nacional.
Tanto Alfonso López, como el conservador Gilberto Álzate Avendaño, que desde distintos extremos de la política se oponen al Frente Nacional, por diversas vías ingresan a la coalición política que los antagonistas de la víspera habían formado para derrocar la dictadura, como para capturar el poder y abolir la aciaga hostilidad irracional y violenta de los dos partidos, conservador y liberal. Contra lo que opinaban por entonces los analistas políticos, la feroz disputa del MRL con Carlos Lleras Restrepo, culmina cuando coinciden en algunos aspectos de la reforma política de entonces. López sorprende a sus seguidores, cuando con agilidad abandona la nave a la que invitaba a lo pasajeros de la revolución a pasar a bordo, para establecer su cuartel de campaña, como el primer gobernador del recién creado Departamento del Cesar, al que estaba vinculado por sus antepasados propietarios de tierras y haciendas, los Pumarejo. Allí muestra sus dotes de gobernante y teje un entramado de vínculos, amistades y solidaridades con las familias poderosas de la Costa y los jefes políticos, ingresa con el vallenato en la imaginería colectiva regional, todo lo cual le será propicio en el futuro para convertirse en jefe político nacional y alcanzar el poder.
Como Canciller del gobierno de Carlos Lleras Restrepo se desempeña con lujo de competencia. El rumbo a la Jefatura del Estado, al culminar el experimento del Frente Nacional, se abría a sus ambiciones. La Anapo cuenta por entonces con un nutrido grupo de políticos disidentes del conservatismo, lo que debilita la posibilidad de esa poderosa fuerza tradicional de llegar al poder.
Apenas un político de tan excepcionales condiciones como López podía alcanzar el poder en tan dura lucha; en un periplo relativamente corto, sin que nadie tuviera claro en las otras toldas políticas lo que haría en el mando. La sorpresa sería mayúscula, cuando llama a uno de sus más formidables contendores y amigos, Álvaro Gómez, para gobernar con parte de su equipo... Así como hizo Lula, en Brasil décadas después, entrega el manejo de la economía a personajes conservadores como Miguel Urrutia, Jaime García Parra, Eduardo del Hierro, los dos últimos reforman el sistema de contratos y de concesiones con las compañías extranjeras, para desarrollar en la práctica una política petrolera nacionalista que le va a permitir a Colombia avanzar en el campo de explotar su riqueza y negociar mejor sus materias primas.
López, con el tiempo y dado su carácter inquisitivo, desarrolla una particular sabiduría política a la manera de un Talleyrand criollo, se convierte en extraordinario polemista y crítico de la política nacional e internacional. Sin ataduras partidistas se manifiesta como un librepensador, que en los salones se rodea de señoras para deleitarlas con su palabra seductora y sus sátiras sobre las personalidades del momento, el país político y la cultura. Es ese librepensador e iconoclasta el que sale a flote un día que lo invitan a hablar sobre Álvaro Gómez, inmolado por su lucha contra el Régimen, su adversario, su amigo, su contradictor y, en memorables ocasiones su aliado, al que entonces para sorpresa del auditorio sindica infundadamente de reaccionario del tiempo de Felipe II, personaje al cual el jefe conservador admiraba.
Sería absurdo y mezquino pretender encasillarlo en el esquema liberal o socialdemócrata, puesto que era mucho más que eso. Fuera de ser el más brillante y erudito defensor de los avances y bondades del sistema político del Imperio Español, e implacable crítico del liberalismo decimonónico, que tuvo la osadía de quitarse la camisa de fuerza del partidismo miope y provinciano con el que pretendieron en vano adocenarlo amigos y adversarios.