Centenario de dos grandes artistas | El Nuevo Siglo
Sábado, 14 de Septiembre de 2019
  • El influjo de Wiedemann
  • La magia cultural del trópico

 

Los centros culturales, artísticos, intelectuales, la academia y las universidades, en asociación con las entidades oficiales, los medios de comunicación y los amantes del arte se empiezan a preparar desde ya para conmemorar el año entrante el centenario de dos de los más grandes y representativos artistas colombianos del siglo XX, quienes interpretaron su tiempo y marcaron su época en el devenir de la pintura nacional e internacional. Se trata de Alejandro Obregón y Enrique Grau. Ambos son considerados entre los pintores más representativos de Colombia y de la Costa Atlántica, aunque nacieron en el exterior en 1920. El primero en Barcelona, de padre colombiano y madre española, y el segundo en Panamá, de padre y madre nativos de Cartagena. Los dos impregnados de las vivencias alegres de su tierra e inspirados por el influjo del mar y el paisaje tropical.

Alejandro tenía su núcleo familiar en Barranquilla y solía pasar largas temporadas en Cartagena, donde decía que el horizonte azul y los matices del mar se habían quedado grabados para siempre en sus pupilas y que al pintar, en cualquier parte del mundo, esa peculiaridad de alguna manera influía casi siempre en la magia cálida de sus magníficos y coloridos cuadros, donde la fuerza cromática de su obra expresa la belleza de nuestras costas. 

En Obregón, que estudió pintura en España, Francia, el Reino Unido y Estados Unidos, y conocía lo mejor del arte de Italia, su creatividad derivaba en un trazo personal e inconfundible, donde los matices del color dejan la marca de manera maravillosa, sin importar que se trate de un paisaje, un cóndor, la figura humana o un autorretrato. En 1938 se trasladó a Boston, con el fin de estudiar aviación, carrera que abandonó y retornó a Barranquilla, donde trabajó en la fábrica de textiles de su padre, como supervisor. Al siguiente año resolvió conducir un camión en las petroleras del Catatumbo, donde observó de cerca a los motilones, la fauna y un paisaje que lo atrapó.

Esa experiencia de errabundo que explora cada lugar, cada drama en su aspecto humano, el paisaje y el medio, la reflejó Obregón en su estilo expresionista, romántico y, en cierta forma, mitológico e inconfundible. En los años cincuenta se desempeñó como decano de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional. Su pasión lo llevó a plasmar su famoso oleo de Bolívar en 1944, en donde se ve al Libertador caracterizado por colores fuertes, la figura en rojo y cubierta por una capa amarilla y negra. También, junto con Grau, comparte con el maestro alemán Guillermo Wiedemann, el taller en Cartagena, que los une en una experiencia de creatividad y colorido apasionante. Esa vivencia al lado del artista germano sería esencial para el futuro de ambos pintores colombianos, que desde un mismo signo ambiental, de culto intenso por el país y con algunos temas pictóricos existenciales y de interpretación social en común, van a tomar caminos que se bifurcaron con el tiempo.

Es de destacar que Obregón, a diferencia de la mayoría de los pintores criollos, exploró el muralismo con obras que son famosas, como la que adorna el Congreso de Colombia y también en la ONU.

Grau, por su parte, de niño ganó premios de pintura que lo estimularon en su pasión y viajó becado a los Estados Unidos a estudiar arte. Aun estando en el exterior seguía pintando sobre lo nuestro, ahondaba en sus recuerdos, se recreaba en las figuras populares y las particularidades del ser humano, del que supo transmitir su talante, alegría y tristezas. Le atrajo lo pintoresco de los personajes locales o de la negritud. Exaltó, en cierta forma, a los humildes, que suelen parecer invisibles para la sociedad. Se recreó pintando hombres que trasmuta en damas y viceversa. Fue un reconocido retratista. Al mismo tiempo que dibujaba con trazo maestro a los personajes nacionales, deslizaba su mirar al lado ridículo del atuendo y la moda, para mostrar los lazos grotescos, los sombreros ridículos y el porte adocenado de algunos figurones. El humor fino lo inspiró, en tanto ejercía sutil crítica sobre el medio, lo que plasmó en sus obras. También exploró la escultura con éxito.

En Grau la pasión por lo colombiano, por sus gentes, es como una obsesión que está a lo largo de su prolífera obra. Su capacidad de plasmar lo que ve o imaginaba ver fue asombrosa, a tal punto que las figuras amenazan cobrar vida y salirse del cuadro. En la Casa Museo Grau, en Bogotá, se encuentra lo mejor de la obra del maestro, en un tesoro artístico del que podrán recrearse los visitantes en ocasión del centenario. Igual pasa con la obra de Obregón, que se exhibe en los principales museos nacionales e internacionales, y hoy está a la mano gracias a los avances tecnológicos.

Preparémonos, entonces, para un centenario artístico por todo lo alto, con dos de nuestros mejores e inigualables exponentes.