No impactó ni preocupó como debiera el informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) según el cual la creciente resistencia de varias enfermedades a los antibióticos pone de manifiesto una grave amenaza para la salud pública en todo el planeta.
La advertencia del ente rector en materia de salud a escala mundial no es para tomarla a la ligera. Todo lo contrario, su seriedad se evidencia en que este informe sobre la efectividad de los antibióticos contra distintas infecciones es el primero de carácter orbital. La misma OMS advierte que esa resistencia está “afectando a muchos agentes infecciosos distintos, pero se centra en la resistencia a los antibióticos en siete bacterias responsables de infecciones comunes graves, como la septicemia, la diarrea, la neumonía, las infecciones urinarias o la gonorrea”.
De allí que la entidad sea enfática en señalar que esta grave amenaza ha dejado de ser una previsión para el futuro y es ya en todas las regiones del mundo una realidad que puede afectar a cualquier persona de cualquier edad en cualquier país.
Lo que se encontró en las investigaciones es que las bacterias han ido sufriendo cambios celulares y genéticos con el pasar de los años y ello lleva a que los antibióticos que se suministran a los pacientes sean menos eficaces para neutralizar o anular la respectiva infección.
De allí, entonces, que el campanazo para la industria farmacéutica y para todos los gobiernos del planeta sea contundente: es hora de entrar rápidamente en la investigación y desarrollo de una nueva generación de antibióticos que permita enfrentar esta nueva amenaza sanitaria.
De no abocar ese proceso en el corto plazo, de manera coordinada entre los entes públicos y privados, en poco tiempo la población mundial corre el riesgo de enfrentarse a un escenario en el que infecciones comunes y lesiones menores se puedan tornar potencialmente mortales, como ocurría hace siglos o, por lo menos, muchas décadas.
No se puede negar que la generalización en materia de antibióticos en nivel mundial, así como la masificación de las campañas de vacunación a las poblaciones más vulnerables, han sido el elemento básico que explica por qué los índices de morbilidad y mortalidad en la era moderna de la medicina disminuyeron de forma sustancial, sobre todo en el siglo pasado. Las pandemias que diezmaban la población de países enteros en la Edad Media ya, afortunadamente, quedaron atrás. Incluso en las últimas dos décadas los virus nuevos potencialmente mortales han sido rápidamente neutralizados o, por lo menos, su ciclo de contagio restringido, sin que por ello la alerta haya disminuido.
Sin embargo, el campanazo ahora de la OMS no es sobre esas nuevas infecciones y patologías, sino en cuanto a las ya conocidas y tratadas a punta de antibióticos de uso común y corriente.
No se trata, en modo alguno, de caer ahora en una histeria pre-apocalíptica, sino de llamar la atención sobre la urgencia de formular una estrategia a corto y mediano plazos para desarrollar esa nueva generación de medicamentos, vacunas, componentes activos y otros productos que prevengan o neutralicen los brotes infecciosos. Y paralelo a ello, también debe ser prioritario que se aceleren los cronogramas para alcanzar unos mínimos globales en materia de acueducto, alcantarillado, vacunación, saneamiento básico y cultura en salud pública e individual. Por ejemplo, si bien en poco tiempo vence el plazo para alcanzar los Objetivos del Milenio, es claro que así como hay países que tienen la tarea muy adelantada, otros presentan un retraso preocupante. Esto implica un riesgo mayor, toda vez que si hay brotes infecciosos en una región con deficiencias sanitarias, el peligro de contagios se vuelve exponencial.
El campanazo, pues, está dado ¿Qué hará el mundo?