La estabilidad política y la seguridad jurídica son, esencialmente, dos de los tres principales soportes de la capacidad que tiene un país o determinada jurisdicción territorial para atraer inversión, sobre todo extranjera. El tercer elemento, claro está, hace referencia a que existan perspectivas reales de negocio y rentabilidad que permitan a quienes toman las decisiones sobre el destino de los capitales inclinarse por dirigir recursos a tal o cual proyecto, sector u oportunidad de desarrollo empresarial.
Colombia, sin duda alguna, ha crecido en materia de inversión extranjera directa en la última década, pese a las vicisitudes propias de una economía global con muchos altibajos, la crisis de los precios del petróleo -que pesa mucho en países productores como el nuestro- y el lastre de un aparato productivo local que viene en el último quinquenio en un visible proceso de enfriamiento, como lo evidencia la curva descendente del Producto Interno Bruto (PIB) de la actual década. Aunque el Gobierno insiste en que porcentualmente la capacidad del país para atraer capitales frescos se mantiene, sobre todo en comparación con el resto de naciones de América Latina, otros expertos señalan que, por ejemplo, en el primer semestre de 2017 se registró un retroceso en este índice que no se explica única y exclusivamente por el hecho de que en la primera mitad del año pasado entraron los recursos por la venta de Isagen. En los últimos meses los pronósticos han sido más cautelosos por el impacto que en los flujos de inversión externa puedan llegar a tener hechos coyunturales como el laudo arbitral contra las empresas de telefonía celular, la intervención de Electricaribe y hasta la racha de consultas populares en muchos municipios que han puesto en jaque algunos contratos minero-energéticos.
En medio de ese panorama complicado la capital del país vuelve a sacar la cara. Por lo menos así se desprende de los últimos datos de Invest in Bogota, según los cuales la ciudad recibe el 58 por ciento de la inversión extranjera que llega a nuestra nación. No en vano, según esa agencia de promoción de inversión, la metrópoli tiene hoy por hoy un PIB de 73.000 millones de dólares, el 25,7 por ciento del indicador nacional, superando por sí sola a países como Guatemala, Costa Rica y Panamá. De igual manera reúne una cuarta parte de las empresas del país y más de la mitad de las transacciones financieras. Precisamente por ello es que es plataforma de llegada para las compañías extranjeras, que suman más de 1.500.
Los datos de Invest in Bogota indican que en los últimos once años la capital recibió más de 840 proyectos de inversión nueva, casi el 60 por ciento de los que llegaron al país, excluyendo claro está los relativos a proyectos de extracción de recursos naturales. Ese flujo habría generado un movimiento de recursos superior a los 18.800 millones de dólares, creando más de 100 mil empleos directos, es decir el 43 por ciento de las nuevas plazas de trabajo generadas por este tipo de inversiones foráneas en todo el país. Incluso, las estimaciones para este año son que la inversión extranjera nueva en Bogotá puede llegar a 1.300 millones de dólares. Todo lo anterior explica por qué la ciudad no sólo es la de mayor inversión extranjera ‘greenfield’ de Colombia, sino una de las mejores posicionadas en América Latina, ocupando un quinto lugar, después de Miami, Sao Paulo, Ciudad de México y Santiago de Chile.
Cuando se analizan todas estas cifras es lógico concluir que la capital del país reúne ese trípode de condiciones ya citadas para atraer capitales de trabajo de largo plazo: estabilidad política, la seguridad jurídica y oportunidades de negocios rentables. Es allí, precisamente, en donde todos los bogotanos y demás sectores políticos, económicos, sociales, gremiales e institucionales deben sopesar el impacto que sobre ese “clima de negocios” puedan llegar a tener circunstancias coyunturales como la posibilidad de citar a las urnas para decidir sobre la permanencia o no del Alcalde Mayor. Ya la ciudad ha visto en los últimos años cómo la inestabilidad política, que golpea por obvias razones la seguridad jurídica, hizo que proyectos de alto calado en varios nichos productivos hayan migrado a otras ciudades de nuestra nación e incluso buscado pista en distintos países. En medio de una economía nacional y regional tambaleante, Bogotá no puede darse el lujo de arriesgar flujos de capitales, creación de empleo y generación de plusvalía social. Eso es más que claro.