El asalto de la buena fe
Partidos políticos no dieron la talla
La política, pese a su decadencia y carencia de prestigio, es de todos modos el único elemento que permite poner en marcha las ideas públicas, pasar de la teoría a la práctica en el Estado y orientar a la sociedad hacia propósitos nacionales.
En Colombia, por supuesto, el margen de la política ha quedado desbordado por la distorsión que se tiene de ella. En muchos caso se la utiliza, precisamente, como maridaje de intereses espurios mecanismo para controlar las hegemonías en los pueblos, ciudades y gobernaciones, lo mismo que instrumento para el ascenso social cuando se ha fracasado en otros frentes.
No podría decirse, claro está, de que esto es así en quienes toman la política como un verdadero servicio público. Es decir, no solamente la atención a los intereses comunitarios, sino a la búsqueda del bien común como elemento aglutinador de la sociedad. Ello ocurre, desde luego, cuando la política está fundamentada en las solidaridades, las convicciones conjuntas, la búsqueda del interés general, pero no al contrario cuando su sustento es la complicidad, el tú me eliges y yo te doy, o la simple participación por conservar un cargo o dignidad.
Se suponía que la entrega de los avales por parte de los partidos políticos era, precisamente, el instrumento que serviría para generar un ideario y un programa a los que, luego, se designarían los candidatos para llevarlos a cabo. Hoy ocurre exactamente lo contrario. Ningún partido, hacia las próximas elecciones, ha emitido nacionalmente el conjunto de ideas y programas que deberían defender los aspirantes escogidos por todo el país.
Se trata, por el contrario, de entregar los avales a quienes tengan votos, dinero o sean los sucesores de quienes fueron elegidos en las elecciones previas, sin contar para nada el aspecto ideológico y programático. Puede pensarse el candidato a una gobernación completamente diferente al aspirante de la misma capital departamental. No importa. Lo que interesa es, simplemente, que tenga posibilidad de ganar, así su situación esté en entredicho o no sea la persona idónea para llevar a cabo ninguna plataforma.
La elección popular de alcaldes y gobernadores, en paralelo con la de concejales y diputados, se suponía como un mecanismo excelso para oxigenar la democracia. De hecho, en muchos lugares ha pasado y no es secreto que grandes ciudades están hoy mucho mejor que cuando los alcaldes eran elegidos a dedo. El problema está en que ello es apenas un porcentaje de la materia electoral, mientras que el otro porcentaje termina infectándolo todo, cambiando votos por contratos y por puestos. Ello ha desdibujado la democracia colombiana en materia grave, puesto que la ciudadanía le ha tomado suma desconfianza. Precisamente porque la entienden como un teatro de complicidades, de robo, donde de los impuestos ciudadanos se saca tajada para los que detentan el poder y los círculos cercanos a ellos.
Eso es precisamente lo que se ha profundizado con la entrega de avales a la topa tolondra, afectado el ejercicio político como una actividad pública necesaria y de valía. Pero no solamente se trata, justamente, de limpiar la política de los bajos fondos, donde los eventos electorales, bajo la compra-venta de votos son utilizados de yunque para encumbrar a quienes hacen parte de circuitos espurios. También está el hecho, igualmente complejo, de que en muchas ocasiones son elegidas personas sin la idoneidad y experiencia propia para sacar avante las políticas públicas.
No obstante, varias décadas ya desde que se incorporó la elección popular de gobernadores y alcaldes deberían servir para que esos cargos no sean simplemente trampolín del ascenso social o de caprichos momentáneos. El recambio exige, para un país que ha visto crecer sus presupuestos nacionales y regionales de manera geométrica, que las personas elegidas cuenten con el mejor equipo de la región o de la localidad, cosa que no siempre se cumple. Por el contrario, aun los más adecuados, suelen caer también en la trapisonda que generalmente acompaña las designaciones posteriores de contralores y personeros. Y así también se puede caer en el círculo vicioso de la corruptela.
El país les entregó a los partidos el otorgamiento de avales como un acto de buena fe en los operadores políticos. Es de lamentar que esa fiducia esté siendo esquilmada de modo tan abrupto y sin remedio.