* Lecciones de una legislatura accidentada
* De cómo se pisotean los acuerdos nacionales
Una legislatura productiva, capaz de avanzar en la solución de los problemas nacionales y las necesidades más sentidas de la población, suele ser el reflejo de una buena gestión gubernamental, con liderazgo y convocatoria suficientes para alinear no solo al Congreso, sino a los demás estamentos del país.
Eso, precisamente, fue lo que no ocurrió. Por el contrario, pareciera, visto lo sucedido en este segundo periodo legislativo, que la Casa de Nariño se empecinó en encender el ambiente, estropeando su propia agenda legislativa.
La realidad es contundente: de las cuatro grandes reformas por las que apostó el Ejecutivo, solo salió avante la pensional, aunque incluso podría caerse en el examen constitucional debido a la flagrante violación de los principios de consecutividad, deliberación y publicidad. Y, como si fuera poco, el maniobrerismo al que acudieron los ponentes oficialistas, con total anuencia y promoción ministeriales, llevó a una insólita circunstancia: el 20 de julio se presentará otro proyecto en la materia para ajustar el que recibió accidentado visto bueno apenas unos días atrás y que ni siquiera ha sido sancionado. Se configuró así una especie de aprobación con ‘fe de erratas’, a corregir, bien por nuevas leyes, bien por decretos sacados de la manga. Un asunto inédito y fiel reflejo de cómo los bandazos e improvisación terminaron por afectar la técnica y la eficiencia parlamentarias.
En la misma línea se ubicó el desgastante debate sobre las dilaciones del Ministerio de Hacienda para entregar los estudios de impacto fiscal de cada reforma. Un trámite ordinario y muchas veces surtido sin problema, se convirtió, en el último año, en un lío de grandes proporciones que frenó la discusión de los proyectos. Si el Ejecutivo hubiera sido eficiente en este requisito, posiblemente otro habría sido el resultado legislativo. Por el contrario, la pugna lo único que evidenció es que no tenían claros el norte y el costo de las iniciativas, pese a ser las principales banderas gubernamentales.
En efecto, el trámite de las reformas ha estado marcado por una misma cadena de errores. Otro de los fundamentales, sin duda, la negativa de la Casa de Nariño y el Pacto Histórico a concertar los articulados, no solo con los partidos independientes y de oposición, sino con múltiples sectores nacionales que insistentemente advirtieron las riesgosas implicaciones de las propuestas legislativas y la urgencia de corregir los articulados. Pero, aún a sabiendas de que esa intransigencia llevaría a pique la agenda, el Gobierno no se movió de sus posturas maximalistas e inviables, pese a hablar constante y paradójicamente de los beneficios de los acuerdos nacionales.
Los hundimientos de los proyectos sobre salud y educación así lo evidencian también. El primero naufragó porque el Ejecutivo llevaba más de quince meses negándose a consensuar la reingeniería al sistema de aseguramiento y atención médica, en un carrusel de dimes y diretes, hasta el derrumbe del mismo sistema, a su vez sometido, a propósito, a la asfixia financiera, a las intervenciones estatales intempestivas, a la desconfianza de los operadores y a la incertidumbre popular. Y el segundo, porque habiendo alcanzado finalmente un pacto para ajustar la reforma al modelo de enseñanza en el tercer debate, luego la propia administración lo desconoció por la presión del sindicato de maestros públicos, que le pasó así ‘factura de cobro’. De tal modo, seguramente Fecode podrá proclamar una victoria y satisfacerse, a no dudarlo, con que hay más sindicalismo que asomo de gobierno y que este es un mero alfil de sus instrucciones. No se pudo, pues, consagrar la educación como derecho fundamental.
De hecho, el segundo proyecto de reforma laboral presentado apenas si pasó el primer debate. Asimismo, la prohibición del fracking se hundió y otros proyectos que se anunciaron nunca llegaron, porque aterrizarían en terreno infértil, quedando aplazados para la tercera legislatura.
A ese inventario, que muestra cómo la Casa de Nariño terminó propiciando la mayoría de sus propios reveses legislativos, debe sumarse el desconocimiento de la práctica adecuada para soportar y dar un curso atinado a las políticas públicas. En ese sentido, cuesta entender cómo la Casa de Nariño y su coalición no aceptan el hecho político palmario de que son minoría en el Congreso y que hay que actuar en consecuencia para, en todo caso, sacar adelante las responsabilidades de ser gobierno, en vez de atrincherarse en el sectarismo, el clientelismo y la indolencia, so pena de incumplir sus funciones y programas. Esto bajo el entendido de que nadie ha dicho que las reformas no sean indispensables. Pero en un panorama de sindéresis, concertación y lejos de la enfermiza polarización gubernamental.
Todo ello en medio, además, de lo que más ha irritado a la opinión pública durante el trayecto de esta legislatura. El escabroso y multimillonario escándalo de corrupción en la Unidad Nacional de Gestión de Riesgo y otras maniobras para la ‘compraventa’ de apoyos electorales y políticos en el Parlamento; los cortocircuitos entre el presidente y su gabinete; las decisiones por lo general improvisadas en todos los frentes, mientras la economía apenas si respira y la inseguridad y la barbarie campean en el territorio; los viajes internacionales sin ton ni son, salvo para buscar algún objeto refundido por ahí que se pueda elevar de improviso a bien cultural de la nación como único resultado del periplo; la permanente incitación a la vacua polémica cotidiana y los juegos de artificio político al pálpito de algún capricho de última hora…
En fin, difícil encontrar más pruebas de que el gobierno sufre un calamitoso autobloqueo, incluso tan expresivo como la salida del sol. Con la diferencia de que al final el sol brilla, mientras que el Ejecutivo, con las conductas seguidas en esta legislatura, más bien ha quedado sumido en su propia penumbra.