Asegurar futuro energético | El Nuevo Siglo
Viernes, 19 de Abril de 2024

* La política gubernamental desquicia el sector

* Colombia, sexta matriz de generación renovable

 

Si ya de por sí es muy preocupante el riesgo de someter a los colombianos a un racionamiento de energía eléctrica como consecuencia del nivel crítico de los embalses producto del coletazo del fenómeno de El Niño, más graves aún son las advertencias de los gremios sectoriales y los expertos en torno a que Colombia está rezagada en cuanto a seguridad y confiabilidad energéticas para la próxima década e incluso más allá.

Los diagnósticos técnicos que se han conocido en las semanas recientes, en medio de la alerta creciente por la eventualidad de acudir a cortes en el suministro de este servicio, ponen de presente que si bien nuestro país ha avanzado en cuanto a potencial de generación y capacidad instalada, la alta dependencia de la cadena hidroeléctrica termina siendo un flanco débil a mediano y largo plazos, especialmente por las contingencias climáticas cada vez más impredecibles debido al impacto del calentamiento global.

Es evidente, y nadie lo discute, que pocos países pueden darse el lujo –porque en realidad lo es desde el punto de vista de soberanía y seguridad energéticas– de que más del 65 % de su matriz de generación en este campo provenga de las hidroeléctricas y un sistema de interconexión que es de los más extendidos del continente. De hecho, sin complejos como Hidroituango, uno de los más grandes de la región y que hoy está funcionando ya a más del 50 % de su potencial, el país no podría estar soportando medianamente esta crítica coyuntura.

Contrario a un discurso gubernamental que parte del falso supuesto de que Colombia está retrasada en transición energética, lo cierto es que el país tiene la que es considerada como la sexta matriz de generación más limpia del mundo, ya que casi el 70 % de la capacidad instalada es de fuentes renovables, obviamente con el componente hidro al frente y el complemento, todavía pequeño pero creciente, de los parques eólicos, solares, de biomasa y biogás. El resto proviene de las termoeléctricas, que funcionan principalmente con carbón, gas y otros combustibles fósiles, obviamente no renovables.

En ese orden de ideas, a corto y mediano plazos la meta nacional no solo debe ser la ampliación del parque de generación para una demanda cada vez más alta, sino asegurar el factor de confiabilidad, entendido este como la capacidad del sistema para ofrecer un servicio de energía eléctrica de calidad y sin interrupciones durante las 24 horas al día.

Para lograr ese cometido, sin embargo, es necesario que se trabaje de manera más intensa en varios frentes. El primero de ellos, sin duda alguna, el de una política energética de largo plazo, planificada, con un marco jurídico estable que dé confianza al inversionista y asegure unas reglas del juego que garanticen la potabilidad del negocio en un área en la que mundialmente el sector privado es el principal operador y el Estado tiene un rol determinante de regulador.

En este flanco el país venía avanzando hasta que llegó el actual gobierno y no solo alteró la planificación sectorial con su cuestionada e ideologizada visión de acelerar la transición energética por la vía de marchitar de forma improvisada y casi caprichosa la exploración y explotación de petróleo y gas, sino que alteró la seguridad jurídica sectorial.

La intención de imponer sus criterios por encima de la Comisión Reguladora de Energía y Gas (movida que fue neutralizada por el Consejo de Estado), la demora en designar a sus representantes en esta instancia técnica, los asomos populistas para intervenir en la fijación de las tarifas o impactar sin mayor rigor técnico el modelo de negociación de la Bolsa de Energía, así como los bandazos en la matriz operacional de Ecopetrol y otras medidas de impacto directo e indirecto en los generadores, distribuidores y comercializadores de energía, han terminado por desquiciar este nicho estratégico. Y eso que todavía no se conoce cuál será el alcance de la tantas veces anunciada reforma a la Ley de Servicios Públicos, en el marco de la cual ya se advierte la probabilidad de que se atomice el sector, dando pie a intervención en la propiedad y administración de las empresas u obligando a marcos tarifarios y operativos anacrónicos y disfuncionales.

Es evidente, y desde estas páginas lo hemos recalcado, que el sector energético requiere ajustes y corregir falencias. En modo alguno se puede negar que hay asuntos que necesitan una regulación más certera, como también que hay que refinar aspectos en toda la cadena. Ese debería ser el norte inmediato de la tarea gubernamental, buscando aumentar la confiabilidad del sistema, incrementar la capacidad instalada de energía renovable, propender por el equilibrio tarifario, la mejora en la calidad del servicio, ahondar de manera ordenada la transición energética, garantizar el escenario de negocio empresarial y, por encima de todo, cimentar la seguridad y la soberanía energéticas como lo que son en los Estados modernos: un asunto de seguridad nacional. El problema es que el Ejecutivo va en otra dirección.