*Crónica irrepetible de García Márquez
*Dos notables colombianos
Los colombianos y los amantes de la literatura de todas las latitudes y regiones del planeta, que han leído, que conocen la obra de Gabriel García Márquez, o que sin leerla tienen noticias de oídas de su existencia, conmemoramos por esa fecha en la que el comité sueco del Premio Nobel anuncia el 21 de octubre de 1982 y le concede el preciado y famoso galardón al escritor colombiano Gabriel García Márquez: “por sus novelas e historias cortas en donde lo fantástico y lo realista son combinados en un mundo de la imaginación ricamente compuesto que refleja la vida y los conflictos de un continente”. Años antes que le otorgaran el Nobel a García Márquez, cuentan los memoriosos, que en Colombia, Alberto Lleras Camargo, amante de la literatura y de la crónica, se había ocupado en señalar su admiración, así como la enorme valía y originalidad del autor nacido en Aracataca. Cuando recibe el Nóbel lo más conocido del escritor eran sus crónicas en la prensa de la Costa y en El Espectador, lo mismo que tres obras que lo consagran: Cien años de Soledad, El otoño del Patriarca y Crónica de una Muerte Anunciada. Cuando se hace la relectura de sus crónicas, escritas por entregas y de carrera en la noble maquina de escribir, cuartillas que esperaban ansiosos los de la redacción para cerrar la edición de El Heraldo de Barranquilla o en El Espectador de Bogotá, llevan la impronta genética del gran creador literario, ese sello inconfundible que conmueve a los lectores del planeta que beben con emoción la literatura fresca, voluptuosa y riquísima que lo distingue.
En Cien Años de Soledad no se encuentra un solo párrafo que carezca de esa potencia narrativa, basta abrir el libro y repasar cualquiera de los capítulos. Uno de tantos que siempre nos llama vivamente la atención es el que se refiere a los asaltos de los piratas en Riohacha, vetusta ciudad realista del Virreinato de la Nueva Granada, que no trata la acción de esos pintorescos guerreros, sino que pinta el fresco de lo que vivió la bisabuela de Úrsula Iguarán. El escrito es sencillamente formidable: “Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en público”. Y con eso deja atrás lo que usualmente para otros escritores habría sido la crónica sangrienta del asalto pirata a Riohacha. Apenas de un plumazo lo inverosímil se hace realidad y cobra inmensa importancia en su obra, donde los detalles nimios y personales de seres anónimos, cobran tal fuerza que se vuelven familiares para los lectores, atrapados en su lectura, bajo el hechizo y la magia de Gabriel García Márquez. Quien hoy vive como uno de sus personajes ignotos de no ser por su pluma, desconectado de la gloria que saboreó entonces y las vanidades del mundanal ruido, arrullado por las aguas del mar que desde hace siglos con el flujo y reflujo mecen a Cartagena.
Y como la literatura y el arte son inmortales, cuando los nombres de los mas poderosos de la Tierra, de los césares, conquistadores, intrigantes y magnates envanecidos por sus hazañas y riquezas, pasan al olvido, un libro, una frase de un autor del que nos separa el polvo de los siglos, cobra lozana actualidad y perennidad, incluso si no deja nada escrito. El legado del genio de Sócrates persiste como las obras de arte de los griegos. Por eso, al hacer referencia a Bernardo Hoyos y Edgar Negret, dos arquetipos de la cultura colombiana que se fueron casi en la misma fecha, queremos resaltar su aporte incuantificable a la cultura, su pasión insaciable por el saber y la obsesión por la perfección en el arte. Ese estar siempre alerta e inmersos en la cultura universal y en lo nuestro, desde el microcosmos que habitan, de tonos grises el primero y de colores fulgurantes el segundo. Hoyos parecía saberlo todo e intuirlo todo. En tanto Negret escrutaba todo y recordaba que el arte no tiene fronteras, que en creatividad no hay limites, lo que trasciende en sus obras con fuerza cósmica.