Corporación para la Orinoquia
El equilibrio agrícola y ambiental
ES Colombia, por supuesto, uno de los países más ricos del mundo en biodiversidad y ecosistemas, pero igualmente tiene características que lo hacen diferente a la gran mayoría, particularmente a nuestros vecinos. Si bien características ecosistémicas únicas, como la alta humedad de la cordillera de los Andes, tener a su vez el 51 por ciento de páramos del planeta y gozar de todo tipo de climas intertropicales, resultan extraordinarias, más que prolífico nuestro territorio es de una complejidad suprema. No hay, pues, lugar a la uniformidad con que suele hablarse de estos temas. La riqueza nacional está precisamente en esa multiplicidad más que en el integrismo que algunas escuelas pretenden.
Asimismo, las oportunidades en materia ambiental y agrícola están a la luz del día. En lo que, por descontado, perder tiempo y aplazar los problemas resultaría gravoso e inconsecuente. Desde la misma época precolombina a hoy, el reto ha sido, y sigue siendo, el ordenamiento territorial. Los conflictos por el uso del suelo son de vieja data y ahora los suscitados por la exploración y explotación del subsuelo son motivo principal de las pugnas socio-ambientales. Cualquiera sea, por ejemplo, la ruta de las conversaciones de paz que se adelantan entre el Gobierno y la subversión, el hecho mondo y lirondo es que allí, en el suelo y el subsuelo, es donde radica la evidente complejidad de las circunstancias nacionales. De modo que las respuestas deben venir del propio Estado, sin necesidad de filtraciones exógenas.
Una de esas complejidades está, precisamente, en la Altillanura, en la Orinoquia. Que es, a no dudarlo, el lugar que hoy debería suscitar buena parte de la atención en los debates del Plan de Desarrollo. Sabido está que Colombia tiene allí, con las debidas inversiones privadas, una despensa alimentaria envidiable para cualquiera otra nación, mucho más ahora cuando varios países han agotado su biocapacidad y no tienen tierra para producir alimentos. Por lo demás, en menos de 40 años el mundo pasará de las poco más de 7.000 millones de personas actuales, a 9.000 millones, con todo lo que ello significa en crecimiento de la demanda de agua, energía y víveres. Por lo cual, justamente, Colombia debería erigirse, desde hoy, en parte de la solución alimentaria mundial, porque proyectos de este tipo no se hacen, por descontado, de la noche a la mañana y se requiere, desde el mismo inicio, de la estructuración y articulación correspondientes y la prospectiva de corto, mediano y largo plazos.
En el texto del Plan de Desarrollo se dice, en sus acápites agrícolas y medio-ambientales, que, corrido el tiempo, se buscarán las formas más adecuadas, no sólo para dar seguridad jurídica a los inversores, sino para generar las condiciones propias para que la Altillanura se convierta en el polo agrícola que se pretende. Existe ya un documento Conpes en tal sentido. No obstante podría, de una vez, establecerse el sistema para ello.
Creemos, en principio, que la estructura adecuada para la Altillanura sería una Corporación, de rango constitucional, igual a la establecida para el río Magdalena en 1991. De forma que se tenga una gerencia encargada de adelantar el proyecto, con el volumen de hectáreas de protección y conservación ambiental y las de desarrollo de la agricultura claramente delimitadas, lo mismo que las demás actividades antrópicas y el equilibrio de las aguas y la conexión con los páramos, la navegabilidad del río Meta y la infraestructura vial y ferroviaria. Sería, entonces, esa Corporación la encargada del consenso con las comunidades y la articulación estatal. Con ello, pues, salir de las ilusiones y pasar al terreno de la práctica.
El país está un tanto obnubilado y absorto con la caída de los precios del petróleo y su impacto sobre el presupuesto nacional y la economía en general. De hecho, el bajonazo en exploración y explotación, también debido a las tasas impositivas, debería ser acicate para promover campos de inversión diferentes a la minería y los hidrocarburos. La sobreoferta de alimentos, hace unas décadas, ya no es regla mundial y al contrario será este frente uno de los de gran impacto comercial. Por supuesto que las actividades agropecuarias aportan, en el país, la abultada cifra del 38 por ciento en las emisiones de gases de efecto invernadero. Y también cierto que en las cosechas, además, se usan toneladas métricas de agua. Todo ello, precisamente, apremia la creación de la Corporación que proponemos. De modo que, en aras del beneficio del país, se logre el sano equilibro de lo agrícola y lo ambiental. O lo que, en sana ley, se llama el desarrollo sostenible.