* Embrollo de los “poderes públicos”
* Cuando hasta los profetas se confunden
Para ser sinceros no deja de sorprender como desde las altas esferas de la nación y en particular en boca de los máximos funcionarios, incluidos no pocos de la rama judicial, se hable con desparpajo, mejor dicho, con certeza, diríase obsesión latente o, aún más allá, a la sazón de algún tipo de serialismo musical impávido, del reiterado calificativo de los “poderes públicos”, al referirse a la estructura fundamental del Estado. Expresión, pues, que a fuerza de machacarse en comunicados y declaraciones ha cobrado carta blanca ante los ojos desprevenidos de la ciudadanía.
A decir verdad, quizá sea por esto que tal vicio, seguramente imperceptible y anodino para muchos, se haya convertido de uso cotidiano entre quienes no están habituados a desentrañar los aspectos elementales de la organización jurídica del país. Lo cual, en este caso, podría ser producto de una actitud consonante a las diversas labores e intereses que se aglutinan en la sociedad, a lo demás, sujeta al telúrico apremio y la nítida superficialidad de los avasallantes tiempos en curso. Por cierto, tristemente dejando de lado que, de todos modos, es un tema de cultura general básica.
Pero claro es de presumir que no así entre presidentes, ministros, magistrados, parlamentarios, de hecho, todo el escalafón de servidores oficiales, para no hablar de abogados, profesores, tecnócratas, periodistas, politólogos, historiadores, dirigentes gremiales, incluso gerentes… En fin, tantos otros que se supone deben estar al corriente y detalle de las nociones primordiales que definen la trayectoria democrática colombiana.
Probablemente no estaría por demás añadir que tal vez lo anterior pueda estar sucediéndose porque aquí la democracia se da por descontada. Por consiguiente, nos resulta tan familiar que casi nadie se pregunta en qué consiste. Ni cuáles son los mecanismos de base que la determinan y engranan. Bastaría entonces con saber que está ahí. Como la salida del sol. A lo sumo, dentro un civismo primario, llegar a palparla el día de elecciones y, como esfuerzo conceptual único, que se respete la libertad de prensa. O si mucho darse por satisfecho de conocer el tecnicismo de una tutela puntual y de última hora.
De pronto el fenómeno más bien sea porque en Colombia el sistema democrático es una manifestación tan inseparable de nuestra historia que podría asimilarse a un cómodo sillón viejo que sirve para sentarse a placer. Del que sin embargo no se advierten, revisan, ni renuevan sus características y condiciones. Salvo por el estrépito insuperable que pueda conmocionar al anónimo beneficiario que, de súbito, llegue a desplomarse fruto de alguna deficiencia repentina del querido y amable artefacto. Ciertamente con la democracia colombiana parecería ocurrir lo mismo. Siempre prevalece a disposición del usuario. No obstante, solo se le presta atención en caso de peligro extremo.
En otra faceta es posible que la generalizada inadvertencia, aparentemente de cosas tan ínfimas y estorbosas, como se dijo, se deba a que pueda estar pasándose de largo por el ineludible precepto constitucional que obliga a todos los establecimientos de educación, públicos y privados, al propio estudio de la Constitución.
Por supuesto, no para hacer de esta un lío de cláusulas amorfas e incomprensibles, sino para fomentar, según reza el texto, las prácticas democráticas. Es decir, de una manera atractiva y didáctica que a su vez permita, desde la primera enseñanza, compenetrarse con las hechuras nacionales y los piñones del Estado. Y así el precepto en mención no se convierta, también, en un “consejito” normativo desfalleciente y arrinconado en un anaquel percutido de óxido. De suyo, la orden institucional de divulgar la Carta, trata de una pedagogía sistemática, con ánimo de permanencia, en procura de inculcar a las generaciones colombianas del espíritu y cánones exactos que la articulan y desarrollan.
Pues bien, en los últimos días, a raíz del zafarrancho armado por la designación de fiscal general de la Nación, pudimos constatar cómo en las entretelas de la pugna volvió a colarse aquel extravío de los famosos “poderes públicos”. En efecto, tanto en los pronunciamientos de las Cortes con miras a salvaguardar sus funciones legítimas, así como en las múltiples proclamas de respaldo por parte de la alta dirigencia, se hizo gala de esa concepción como razón de ser del Estado. Que, si bien proviene de Montesquieu, para señalar que hay tres poderes públicos, como se adujo, en su momento el mismo barón de Secondat se encargó de definirlos como potestades y derivarlos en ramas, hace más 275 años y en defensa del sistema monárquico británico que por la época era una rareza en Europa.
Más tarde, en virtud de las revoluciones y en detrimento de las monarquías absolutas, que derivaban su poder de la divinidad, nació la democracia con base en la soberanía popular. Cuyo conocido estremecimiento fue derivar y configurar el poder político a partir del pueblo. Un poder que, en consecuencia y en la creación de Estado democrático, se denominó poder público, dividido en las ramas anticipadas por Montesquieu, aunque entonces sin pretender la democracia que nosotros conocemos. Un solo poder. Y que, en Colombia, desde la independencia hasta la Constituyente de 1991, tiene similar factura en la estructuración estatal.
Por eso perentoriamente señala la Constitución: “Son ramas del poder público (subrayado nuestro), la legislativa, la ejecutiva y la judicial”. Ramas que, fruto de esa dinámica poderosa, se definen “autónomas e independientes” pero a su vez colaboran “armónicamente” para la realización de sus fines.
Valga entonces el atisbo pedagógico puesto que, en derecho, como sostiene el refranero, una sola coma o término puede cambiar el sentido de las cosas. Lo decimos sin ánimo polémico. Si se quiere, solo por aquello de que la democracia es a la vez causa y consecuencia en un todo preciso y orgánico, que nada tiene que ver con un pulso de “poderes públicos”.