- El magnicidio de Álvaro Gómez
- ¿JEP, caja de resonancia de la nebulosa?
Aun con la autoadjudicación extemporánea del magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado, por parte de las Farc, son muchas las dudas que quedan y que necesariamente deberán ser motivo de amplia contrastación judicial sin que la JEP tenga prevalencia automática. Frente a ello sería un despropósito descomunal que, en lugar de verdad, la llamada Jurisdicción Especial de Paz se convirtiese en palanca de impunidad y correa de transmisión intempestiva de la falacia inverecunda. Desde luego, obstaculizar la justicia en lugar de prohijarla no sería más que la ruta del abismo y un combustible temerario a la torpe división que padecemos los colombianos, a raíz de no haberse promovido un proceso de paz nacional, sino excluyente y antipopular.
De otro lado, a nadie queda duda de que Álvaro Gómez fue un combatiente de las ideas y un férreo defensor de las instituciones. Nunca cedió en sus convicciones, pero en todo tiempo y lugar lo hizo a ojos de todo el país, inclusive suscitando la controversia y animando el debate público en beneficio de la democracia. De hecho, prefería quedarse con sus razones en vez de flexibilizar su ideario en aras de ganar las elecciones presidenciales con base en el pragmatismo gelatinoso tan extendido y que desde hace tiempo campea inexorable.
Bajo esos preceptos, jamás podría desconocerse que Álvaro Gómez fue un animador irremplazable de los pactos que llevaron a terminar la denominada “guerra civil no declarada” en los postulados de reconciliación interpartidista establecidos en el Frente Nacional. Posteriormente, a comienzos de los años sesenta del siglo pasado, tampoco es secreto que denunció como senador lo que entonces calificaba de “repúblicas independientes”. Es decir, los enclaves remanentes de la guerrilla liberal no desmovilizada, fundada para impedir la posesión de Laureano Gómez poco más de una década antes y que entonces hacían tránsito a la afiliación comunista en el marco de la Guerra Fría, cuando nacieron las Farc.
Pero el debate de Gómez, más que concentrarse en dichas zonas, a su juicio exentas de soberanía, trató del uso del Estado de Sitio que si, como sucedía, amenazaba con prolongarse eternamente significaba, asimismo, un desplome de la democracia puesto que las leyes marciales tenían que limitarse a un corto tiempo so pena del desquiciamiento institucional. No tenía Álvaro Gómez ninguna función gubernamental y si más tarde el gobierno decidió, entre otros, tomar a Marquetalia de objetivo fue por su propia cuenta y riesgo. El hecho fue que el Estado de Sitio siguió vigente por treinta años más hasta que Gómez logró, con otros delegatarios, que en la Constituyente de 1991 se convirtiera en la institución extraordinaria, limitada y temporal que hoy es bajo la fórmula del Estado de Conmoción.
A finales de los años ochenta, el M-19 secuestró a Álvaro Gómez aduciendo de improviso, entre otras cosas y aparte de la supuesta “guerra a la oligarquía”, que había participado en el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Pero semejante infundio se vino pronto al piso pues fue fácil demostrar que por la época ni siquiera vivía en el país, por cuanto fungía de embajador. En todo caso, basta revisar las cartas que intercambió desde el cautiverio con Carlos Pizarro para dejar en claro que, si bien había que buscar la paz, su vida era menor cosa y desestimable frente a ese propósito necesario y superlativo.
Finalmente, su secuestro desembocó en el diálogo que llevó a la desmovilización del M-19, luego de lustros del más crudo terror, y a la participación determinante de ese grupo en la Constituyente de 1991. Esa Asamblea, como se sabe, fue copresidida por Álvaro Gómez y uno de los exjefes del M-19, en un acto magnánimo de reconciliación nacional, sin ninguna ostentación, propagandismo o retórica extravagantes.
Por su parte, alrededor de un año antes de la Constituyente, Álvaro Gómez había presentado su nombre a las elecciones presidenciales, que ganó César Gaviria y en las que ocupó el segundo lugar, posiblemente a raíz de la división conservadora. En esa ocasión, no solo insistió en su antigua fórmula de descriminalización de las drogas, sino que entabló conversación radiotelefónica con Jacobo Arenas, jefe de las Farc, a fin de sentar las bases de un proceso de paz limitado en el tiempo, para lo cual mandaría una comisión, incluida su hija, que fijara los puntos clave y permitiera posteriormente un encuentro personal. Lo que Arenas aceptó, como después fue de público conocimiento. Pero las tratativas se vinieron a pique porque el gobierno de Virgilio Barco, pese a la afirmativa de las Fuerzas Armadas, no dio el permiso, por ser zona de guerra y estar de por medio la campaña. A los pocos meses moriría Jacobo Arenas. Aun así, en la Constituyente se dejó una cláusula reglamentaria en la que podría escucharse a la guerrilla, en esta ocasión con vocería de ‘Tirofijo’. La posibilidad tampoco prosperó y sólo al término de la Asamblea se dio curso a las conversaciones fallidas del gobierno Gaviria.
Entrado el gobierno de Samper, con todos sus escándalos, Álvaro Gómez pidió tumbar lo que llamaba el Régimen, convirtiéndose de alguna manera en la voz cantante de la política. En una de sus conferencias más sonadas en el Centro de Estudios Colombianos, el 27 de abril de 1995, unos meses antes de que lo asesinaran cobardemente, insistió en el tema: “Los colombianos tienen derecho a pedirle al Régimen que le permita a su presidiario -el Gobierno- buscar seriamente la paz. Con el empleo de las Fuerzas Armadas, como es lo tradicional; y con los procedimientos de diálogo que permitan preguntarle a la guerrilla qué es lo que quiere y en qué condiciones estaría dispuesta a dejar las armas. Y cuando contestara, habría temario para un diálogo breve y público, en que se fijaran las respectivas posiciones: la de los subversivos y de la autoridad legítima. Y, entonces, se debería convocar un plebiscito para que la opinión decidiera sobre ellas. Entonces habríamos llegado, por uno u otro camino, a la recuperación de la paz”.
Y ahora resulta de repente que ese hombre visionario, que desde su secuestro venía con su reconocido influjo buscándole salidas a la paz, por fuera de pretensiones politiqueras, era al contrario y precisamente el infame objetivo militar de las Farc. Todo puede ocurrir en semejante baúl de anzuelos en que se ha convertido el país. Pero lo que no puede ser es que la justicia transicional sea ahora caja de resonancia de los nebulosos victimarios, cualesquiera ellos sean, y no alivio parcial de las víctimas. Lo que a su vez sería peor de cobarde al magnicidio.