Cada vez que se revisa la génesis de algún hecho de violencia continuada en Colombia se concluye que una de las causas que llevaron a que el fenómeno delictivo llegara a tener grandes proporciones en materia de capacidad de daño y desestabilización del orden público fue, precisamente, que en sus inicios se desestimó el nivel de amenaza que representaba y, al no ser prioridad de la persecución estatal, éste fue tomando poco a poco fuerza, a tal punto que cuando las autoridades por fin se dan cuenta del riesgo potencial ya era, en la mayoría de los casos, demasiado tarde. Y fue entonces cuando la tarea de los organismos militares, policiales y judiciales se terminó enfocando más en la contención del fenómeno violento que en su erradicación definitiva, difícil ya por la expansión y desdoblamiento de la actividad criminal específica.
Esa premisa es la que se debería tener en cuenta frente a la creciente amenaza que las disidencias de las Farc están representando para el país. Las autoridades gubernamentales y la Fuerza Pública calculan en alrededor de 500 el número de combatientes de base, mandos medios y uno que otro cabecilla que no se acogieron al proceso de paz y decidieron seguir delinquiendo. No es una cantidad menor. Si bien es cierto que las Fuerzas Militares y de Policía han tratado de enfocar sus operativos en varias regiones en la neutralización de estos grupos subversivos, asestándoles ya varios golpes en materia de bajas de sus integrantes, capturas, incautación de material de guerra y hasta ingentes cantidades de droga con las que buscan financiarse y aumentar su capacidad bélica, se teme que las disidencias puedan estar camino a convertirse en un problema de marca mayor si no se actúa con más vehemencia y drasticidad en su contra.
Las noticias sobre el accionar de estas cuadrillas desertoras del proceso de paz cada vez son más frecuentes y escalan en su gravedad. No sólo tienen secuestrado hace varias semanas a un integrante de la Misión de la ONU, sino que días atrás en el Meta hostigaron una comisión de desminado humanitario, obligándola a huir de la zona. También se han reportado nuevos casos de extorsión en distintos municipios y departamentos, así como amenazas, intimidaciones y hasta asesinatos de quienes se oponen a seguir bajo el dominio de los ilegales. Igual se denuncian intentos a sangre y fuego de recuperar el control de rutas de narcotráfico, minería ilegal, contrabando y otra amplia gama de delitos que antes manejaban los más de 7.000 combatientes y milicianos hoy en proceso de desarme y desmovilización. Por igual se habla ya en muchas regiones de alianzas de los disidentes con frentes del Eln o con bandas criminales como el llamado “Clan del Golfo”. Así mismo, hay alerta en muchos sitios ante el temor de que los desertores terminen saqueando algunas de las centenares de caletas que las Farc deben entregar a la Misión de Naciones Unidas…
Puede que para algunos sectores nacionales elevar la alerta sobre el riesgo que representan las disidencias resulte alarmista y tempranero. Sin embargo, en muchas zonas se piensa todo lo contrario y las comunidades están exigiendo que el Estado cumpla su promesa de recuperar no sólo el territorio sino reducir los focos de criminalidad residual de las Farc que aún persisten. Sería imperdonable que, en algunos años, se termine concluyendo que, al igual que pasó con los paramilitares no desmovilizados o reincidentes, a la disidencia de las Farc se le dejó crecer y terminó convertida en una amenaza mayor.