La crisis económica le está pasando factura al Presidente y su gestión, pesimismo que está contagiando la percepción sobre el proceso de paz, sobre todo frente a un plebiscito refrendatorio que se tornará en voto de confianza o desconfianza sobre Santos
El peso de la realidad. Esa es, en el fondo, la principal explicación para la caída de los indicadores de percepción sobre la gestión del Gobierno en el arranque de este año, según se deprende de las últimas encuestas.
Por ejemplo, la de Datexco, para El Tiempo y La W, tiene resultados que deben llamar a encender las alarmas. Algo grave está pasando cuando el 40% de los consultados que en octubre pensaba que el país estaba por mal camino, subió a 52% en noviembre y en este enero ya llegó al 61 por ciento. Es decir que en menos de cuatro meses ese indicador aumentó un 50 por ciento. No menos sintomático es que la imagen desfavorable del Jefe de Estado también haya crecido un 12% en ese mismo lapso, al pasar de 48 al 60%. Peor aún es el resultado en cuanto a si el Presidente está manejando bien o mal el país. En este campo del 54% que desaprobaba su gestión en octubre se pasó a un 65% en este 2016, un porcentaje a todas luces muy complicado para un Gobierno que apenas lleva año y medio de su segundo mandato.
El panorama para el programa bandera de la Casa de Nariño tampoco es favorable. El 61% de los consultados no está de acuerdo con la forma en que se está manejando la negociación con las Farc. Un 45% cree que no se va a firmar un acuerdo definitivo, a lo que se suma que el 65% concluye que la guerrilla no tiene intenciones serias de concretar las tratativas.
Es evidente que a la administración Santos la coyuntura económica le está pasando factura. Y no por los complejos indicadores macro, cuya evolución en los últimos meses no ha sido la mejor, sino por la realidad que están viviendo las familias en el día a día.
Por más que el Presidente de la República, sus ministros, altos funcionarios así como los dirigentes del sector privado y analistas insistan en que la economía está pasando por un difícil momento pero no está al borde la crisis, e incluso sostengan que al país le va mejor que al resto del vecindario, lo cierto es que toda esa ofensiva discursiva se estrella con la realidad que muchos colombianos están experimentando.
Los precios de varios alimentos, víveres, bienes y servicios aumentaron por encima del 10 y 15% en el arranque de este año, por fenómenos que van desde la escalada inflacionaria, el coletazo del Niño y hasta la percepción errada, pero dada por cierta en muchos sectores populares, en torno a que era eminente un reajuste en el IVA y otros impuestos.
Esa cascada de alzas de entrada anuló el aumento salarial del 7 por ciento que decretó el Gobierno a finales de diciembre y que si bien fue superior al 6,77 por ciento que creció la inflación el año pasado, no compensó que los precios de los productos y servicios que hacen parte de la canasta básica de las familias de menores ingresos haya crecido por encima de ese porcentaje.
La realidad es que cuando una familia debe pagar recibos por servicios públicos cuyas tarifas se han incrementado en los últimos meses en forma sustancial; o cuando debe asumir aumentos en los pasajes de transporte por encima del 10% (como ocurrió con Transmilenio en Bogotá), o cuando se encuentra que el costo de los útiles escolares se disparó, no entra a hacer esos análisis sobre coyunturas macroeconómicas y fenómenos estacionarios de orden nacional o internacional. Simple y llanamente esa familia sufre en carne propia que los ingresos alcanzan cada día para cubrir menos obligaciones y que es necesario, entonces, empezar a apretarse el cinturón, recortando gastos muchas veces básicos y no, como suelen recomendar los expertos desde su esfera teórica, de tipo “suntuario”, porque sencillamente no los tienen.
La opción de endeudarse para solventar esta situación de estrechez económica tampoco es fácil, ya que los intereses del sector financiero han empezado a subir de forma sostenida como consecuencia de las decisiones del Banco de la República que lleva cinco meses incrementando sus tasas de intervención como fórmula para encarecer el dinero circulante y, por esa vía atajar la escalada inflacionaria.
Puede ser que la mayoría de los colombianos no entienda el impacto que tiene en la economía real que el precio del barril del petróleo haya caído en enero casi un 20 por ciento, o que la devaluación del peso frente al dólar también sea de porcentajes similares. Lo que sí siente en sus bolsillos es que los alimentos y productos importados se han encarecido 20, 25 o 30% en las últimas semanas, obligándolos a cambiar hábitos de consumo u optar por marcas más baratas.
Por igual el ciudadano de a pie no conoce a profundidad lo que implica tener un déficit de cuenta corriente que ya se acerca al 7% ni tampoco digiere fácilmente que el déficit comercial también se esté disparando. Lo que sí percibe y sufre consciente y directamente es que muchas empresas, que han disminuido sus ventas en los últimos meses, están restringiendo al máximo sus costos de nómina, acudiendo para ello a recortar horas extras, trabajos en días festivos y comisiones, así como al congelamiento de salarios, renegociación de contratos y hasta supresión de plazas o la advertencia tajante de que las que se generen no serán suplidas en el corto plazo.
¿Qué está pasando?
Es claro, entonces, que el mayor problema para el Gobierno es que su discurso optimista y cauteloso sobre la coyuntura económica no cala en una ciudadanía que ya se está apretando fuertemente el cinturón pero que no percibe en las autoridades nacionales esa misma urgencia.
Es más, cada día es más patente que no pocos colombianos parecieran creer que el Gobierno no entiende la gravedad de las crisis que viven muchas familias, y que, por el contrario, está imbuido en otros temas a que, para el día a día del ciudadano común, para el que priman las urgencias más que la importancia, no son tan trascendentales.
Por ejemplo, pese al “enero negro” que se registró en materia económica, muchos analistas han advertido que el presidente Santos hizo más pronunciamientos en relación a temas del proceso de paz que al apretón forzado en las familias. Es más, si se analizan reacciones en redes sociales así como en los medios que abren sus espacios a las opiniones de la gente del común, es palpable que ante la insistencia del Gobierno en una reforma tributaria estructural, la reacción de la ciudadanía, más allá de la natural oposición, fue de incertidumbre, por cuanto no se entiende cómo es posible que se esté hablando de subir impuestos como el IVA cuando la situación se está tornando crítica para muchas personas.
Eso, según estrategias de políticas públicas y gobierno, es lo que pondría en evidencia que hay una desconexión, por lo menos en materia de percepción ciudadana, entre las urgencias del ciudadano del común y las prioridades estructurales del Gobierno.
Clima económico y clima de paz
Sería ingenuo negar que, por esa mismas circunstancias económicas, el pesimismo de las familias termina por contagiar su percepción sobre la marcha de toda la gestión gubernamental. En ese marco circunstancial, el proceso de paz se termina castigando ya sea porque no se está de acuerdo por la forma en el que Gobierno lo está manejando, o simple y llanamente porque se considera que al Ejecutivo, por estar concentrado en este tema, está dejando de lado o subdimensionando el aquí y ahora de los problemas del ciudadano promedio.
Ello es muy grave porque todo lo que se pacte por las Farc, ya sea antes o después del 23 de marzo, tiene que ir a refrendación popular, vía plebiscito. ¿Si no mejora la situación económica para las familias en este primer semestre qué garantiza que ese pesimismo de la ciudadanía sobre la gestión gubernamental no termine contagiando la postura frente al proceso de paz? Esa es la gran pregunta cuya respuesta el Ejecutivo no parece tener clara, e incluso da a entender que no ve una relación directa entre el clima económico y el clima de paz.
Esto último parece que confirmado luego de que la Casa de Nariño anunciara que la reforma tributaria debe presentarse al Congreso en el segundo semestre, pase lo que pase. Esa ratificación pone sobre el tapete, de un lado, que el hueco fiscal y de desfinanciamiento presupuestal es más grande que lo hasta ahora admitido. Y de otra parte, que el Gobierno parece confiarse en que con un umbral de apenas un 13% para el “plebiscito por la paz”, lo que implicaría 4,4 millones de votos por el Sí, sería suficiente para alcanzar la refrendación y darle vía libre a la implementación de lo pactado con la guerrilla.
Al decir de varios analistas, el Gobierno es consciente de que si hoy se convocara a las urnas a los colombianos, el riesgo de mayoría de negativas sería alto. Sin embargo, para contrarrestar esa situación estaría pensando en poner en marcha gestos que den un empuje al proceso, como sería un arranque del desarme de las Farc antes de la votación del plebiscito, hacia junio o julio, y otras maniobras audaces que aumenten el apoyo popular a las tratativas, o, al menos, que lleven a la ciudadanía a pensar que, como dice el refrán, es mejor un mal arreglo que un buen pleito.
Conclusiones
Visto todo lo anterior se puede concluir que la progresiva y cada vez más marcada caída del Gobierno en las encuestas no tiene tanto que ver con el accidentado ritmo del proceso de paz, sino que responde a que la coyuntura económica le esta pasado una costosa factura al Ejecutivo.
En segundo lugar, es claro que la ciudadanía le cree más a sus problemas diarios de recursos y poder adquisitivo, que a los discursos reiterados del Gobierno sobre buenos resultados en muchos sectores productivos y, sobre todo, sus diagnóstico en torno a que la situación no es tan crítica como se piensa.
Y, como tercer punto y conclusión, es obvio que hay una desconexión de enfoques entre el ciudadano promedio y el Gobierno, pues para el primero prima la urgencia económica, mientras que el segundo considera que, estructuralmente, hay que enfocarse o priorizar la recta final del proceso de paz.
Y todo ello termina creando un clima en donde se mezclan ambas situaciones y la descalificación de la gestión económica se extiende y contagia a la de la búsqueda de una salida negociada del conflicto, lo que es muy preocupante ya que, como se dijo, la ciudadanía debe ir a las urnas para ratificar o improbar los acuerdos, pero cada vez es más claro que el Plebiscitó por la paz también se convertirá en un voto de confianza o desconfianza sobre la totalidad de la gestión de Santos, un dualismo electoral que hoy se ve muy difícil de romper.