La montaña ha sido su eterna aliada, y en el Tour de Francia lo vistió de amarillo por primera vez y para siempre. Egan Bernal, la promesa que ahora es realidad, rompe con décadas de intentos fallidos de los escarabajos para coronarse en tierras galas.
Nació por azar en Bogotá hace 22 años. Con dotes de adivino, el médico de confianza de los Bernal Gómez sugirió su inusual nombre, Egan, que creía que en griego era sinónimo de campeón.
Se hizo en Zipaquirá, una localidad de 126.000 habitantes ubicada a 42 kilómetros de la capital colombiana y a 8.600 de la conquistada París. Es el hijo mayor de una familia humilde sostenida con las labores de guardia de seguridad de su padre y de cultivadora de flores de su madre.
A los ocho años doblegó la voluntad de su papá, un ciclista frustrado que se oponía a que su primogénito domara caballos de acero. Su leyenda para el deporte de élite nació sobre una bicicleta de ciclomontañismo, su primer paso para graduarse como amo de la montaña.
En Zipaquirá aprendió a sortear las trampas de la naturaleza, lejos de las cumbres de Los Andes, donde se forman la mayoría de ciclistas colombianos.
Aquí probó caminos escarpados y sinuosos que comenzó a recorrer todas las mañanas -algunas de neblina- bajo la guía de Fabio Rodríguez, exgregario de lujo en dos Vueltas a España a principios de los noventa.
"A los dos años de proceso ya él estaba haciendo podio a nivel nacional, a los tres años ya él era, en el ranking, el número uno de la categoría en Colombia y ya empezó a despegar", dice Rodríguez a AFP.
"Talento desbordado"
El expedalista lo entrenó hasta los 16 años, cuando el mánager Pablo Mazuera le dio una proyección internacional como ciclomontañista que, a la vez, le abrió las puertas al ciclismo de ruta.
Gianni Savio, del equipo Androni Giocattoli-Sidermec, lo puso a pelear en una competencia júnior en Italia. La arrasó y el experimentado dirigente le ofreció un contrato de cuatro años, del cual solo había cumplido la mitad cuando el poderoso Team Sky -hoy Ineos- lo reclutó en 2017.
"Cuando vi a Egan Bernal lo que vi fue un niño muy humilde, muy dentro de él (...) se veía hasta frágil", explica Mazuera. "Pero tiene un talento desbordado (...), tiene unas condiciones que son sobrehumanas y una mentalidad muy dedicada".
El tímido y menudo Bernal debutó hace tres temporadas en el ciclismo de ruta, su sueño de niño, y desde entonces se tomó al pelotón por asalto.
En 2017 se coronó campeón del Tour del Porvenir, en 2018 ganó el Tour de California y a mediados de junio se consagró en la Vuelta a Suiza.
Para su segunda participación en el Tour fue llamado a llenar las zapatillas del cuatro veces campeón Chris Froome, ausente por lesión, en el antiguo Sky, la escuadra más dominante en la historia reciente de la competición gala.
Pero finaliza como líder conjunto de la escuadra y como el pedalista más joven en ganar la prueba ciclística más importante desde que el belga Romain Maes lo hiciera en 1935.
¿El mejor escarabajo?
"Va camino a ser el mejor escarabajo, él está todavía joven pero ya da trazas muy completas. Ponerse la camiseta amarilla es algo que muy pocos logran", anota el analista Pablo Arbeláez.
Desde los años ochenta, Colombia ha exportado corredores de primera: Luis Herrera, Fabio Parra, Santiago Botero, Víctor Hugo Peña, Mauricio Soler, Nairo Quintana, Rigoberto Urán, Esteban Chaves, Sergio Luis Henao, Miguel Ángel López...
Quintana se llevó la camiseta rosa en el Giro de Italia y la roja en la Vuelta a España. Pero el maillot amarillo le ha sido esquivo, como a los demás referentes.
Bernal se lo enfundó por primera vez el viernes en Tignes en la etapa 19, en la segunda de las tres salidas por Los Alpes. Se convirtió, entonces, en el tercer colombiano en hacerlo junto a Peña y el velocista Fernando Gaviria.
"Es uno de los mejores escaladores del planeta y además tiene una respuesta positiva en la crono", una de las debilidades históricas de los colombianos, señala Mauricio Silva, autor de "La leyenda de los escarabajos", un libro sobre las hazañas europeas de los cafeteros.
En la tarima de aquel alto se esforzaba por no derramar lágrimas. Pero, ya abajo, lloró, lloró como nunca antes se había visto llorar en público a un hombre con fama de sereno y temple inquebrantable.
"No me lo creía y sigo sin creerlo", dijo. Créalo, Egan, porque el médico que lo bautizó "campeón" lo vaticinó hace 22 años.