CON MOTIVO del séptimo centenario de la muerte del filósofo y escritor mallorquín Ramón Llull y la inauguración de la exposición Las artes de Raimundo Lulio, que la Biblioteca Nacional de Colombia inaugura el jueves en su honor, esta pieza del mes está dedicada a una de sus más bellas obras, el Árbol de la ciencia.
El imaginario medieval estaba plagado de árboles, empezando por la imagen del árbol paradisiaco del cual Agustín de Hipona (San Agustín) extrajo la lección del pecado original. La imagen de este árbol está acompañada por el recuerdo de la sentencia aristotélica que Cicerón les transmitió a los gramáticos medievales en la que se habla de la disciplina como la “amarga raíz” de la “dulce” satisfacción que persigue el estudioso. Por otro lado, la enciclopedia medieval Liber floridus, de Lamberto de Saint-Omer, incluye un árbol que representa las siete artes liberales y otras disciplinas acompañado de un recuento de especies vegetales (¿querrá decir esto que el conocimiento puede ser representado por cualquier especie vegetal?). Además, el texto más usado para enseñar Lógica a mediados del siglo XIII, la Summule de Pedro Hispano, usa la imagen del árbol para reinterpretar el orden de la predicación aristotélica género/especie/diferencia/accidente/individuo bajo el nombre “Árbol de Porfirio” (arbor porphyriana).
Quizás por eso y ante la proliferación arbórea del orden del conocimiento y habitante de un imaginario boscoso que incitaba a la sabiduría, el filósofo y escritor mallorquín Ramon Llull reúne en su obra gran parte de los usos que los medievales daban al árbol. La culminación de este trabajo de recopilación llega a su cumbre con la publicación en 1296 del libro Arbor scientiae (o Árbol de la ciencia). Esta obra de cerca de 2000 páginas reúne dieciséis tipos de árboles en los que se compila el conocimiento de la naturaleza (el árbol elemental, el vegetal, el sensitivo, el imaginativo y el celestial), del hombre (el árbol humanal, el moral, el imperial y el eclesiástico), de lo espiritual y teológico (otros cinco arboles), además de dos árboles (el cuestional y el instrumental) que formulan preguntas, más de mil, y reúnen pequeñas narraciones relacionadas con los demás árboles.
Esta obra conoce una traducción posterior al castellano, hecha por Alonso de Cepeda y editada en Bruselas en 1663. En la introducción, Cepeda presenta la biografía de Ramon Llull y asume el objetivo de defender el lenguaje luliano: el lenguaje del arte demuestra el interés de la época por la precisión de los términos y la búsqueda de significados que aluden tanto a los conceptos generales como a sus referentes en la naturaleza. Cepeda resalta la importancia de conocer la relación entre el término que denomina un concepto como “bondad” o “fuego” (ignis) y los términos derivados que describen su actividad, como “bonificativo” (lo que hace lo bueno), “bonificable” (lo que se hace bueno) y “bonificar” (la actividad de hacer lo bueno). Para el caso del concepto “fuego” también existen tres términos que describen la capacidad de generar calor, la generación de calor en un sujeto y la actividad de calentarlo.
La defensa que presenta Cepeda del lenguaje luliano y la introducción gramatical que la precede muestran hasta qué punto la configuración del lenguaje del Árbol de la ciencia depende de la composición de términos capaces de aludir a una acción física (como el calor), al sujeto que lo padece y al elemento que genera tal actividad. Este lenguaje es fundamental para el proyecto luliano de dialogar con “hombres sabios” de otras religiones mediterráneas. Esta edición fue traída al nuevo mundo por José Celestino Mutis y hará parte de la exposición Las arte de Raimundo Lulio, que la Biblioteca Nacional de Colombia inaugura el 30 de junio. Otros volúmenes fueron retenidos por el inquisidor de la Nueva España (México) y fueron considerados ante los tribunales coloniales como objeto de un proceso en que se sospechaba de la ortodoxia de su autor.