Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
HASTA corro el peligro de ser calificado de frívolo, o algo peor. Pero lo ocurrido la noche del pasado sábado en el escenario del Teatro de Colsubsidio, con el primero de los cinco conciertos de la IX Serie internacional de Grandes pianistas fue así, inolvidable.
Desde todo punto de vista. Porque es verdad que Ekaterina Mechetina hizo un concierto extraordinario con esa extraña conjunción de quien parece haber conseguido dominar por completo la técnica y convertirla en un medio, no en un fin, para lograr proponer un discurso estético coherente y profundo.
También lo fue que el programa fue más allá de la atinada selección de obras. Porque hay que tener coraje para traerle al público en la primera parte las cuatro Baladas de Chopin y en la segunda una selección de composiciones de Alexander Scriabin. No me cabe la menor duda, Mechetina tocó un concierto y también un manifiesto al optar por las cuatro, quizás, únicas obras de Chopin que, si hemos de creerle a Robert Schumann, proceden de imágenes y sensibilidades poéticas, concretamente los poemas de su compatriota Adam Mickiewitz, y traer luego la música de quien en su momento fue presentado al público como el Chopin cosaco, Scriabin, y demostrarle al auditorio que esa es una ligereza, como tantas que hacen carrera en la música.
Tocó las cuatro baladas, como decían hace décadas, en estado de gracia y también como una posesa. Desde los acordes iniciales de la Balada en sol menor, que de las cuatro puede ser la que más fácilmente cala en la sensibilidad del público por sus melodías tan directas y contrastadas, resultó evidente el vigor y la sonoridad de su interpretación. Su versión de la Balada en Fa mayor no tuvo temor de resolver la música en los extremos más distantes. Enseguida el momento para el lirismo poético de la Balada en La bemol para coronar con la en Fa menor, la más difícil de las cuatro, la que demanda más concentración al pianista y la que más le exige al público; justamente en la que se estableció la jerarquía de la gran intérprete, porque si bien es cierto, resolver la partitura con solvencia no tiene porqué plantearle problemas a un pianista con una técnica intachable, la obra misma sí es de una complejidad inimaginable, por el difícil tejido contrapuntístico chopiniano y, fue ahí donde Mechetina se elevó como una grande, en la inteligencia de trabajar las voces con poderío sin temor a la variedad sonora y con la transparencia de un cristal.
La segunda parte fue la dedicada a su compatriota, a Alexander Scriabin. Optó por obras de la primera etapa, es decir, las que aún no abordan el simbolismo y el misticismo, y las que suelen verse como de postura eminentemente romántica. El resultado trajo a la memoria lo que el mismo Scriabin dijo en alguna oportunidad: no puedo hacerlo como Chopin ¡porque yo no soy Chopin!
Primero vino la provocación, la aproximación al peligro al tocar la Sonata Nº 2 en sol sostenido menor, porque es programática, como supuestamente lo son las Baladas. Demanda una técnica estratosférica y entregarse sin perder el control de la situación, lo que hizo Mechetina.
Enseguida una selección de la colección de 24 Preludios op. 11, otra provocación. Porque al resolverlos como los resolvió, la artista desde el escenario mostró qué diferentes son de los 24 de Chopin. Y presentó también su personalidad, por ejemplo al enfrentar el Nº 1 en do mayor con un vigor y una fortaleza más evidentes de la de otros de sus colegas. Hizo poesía pura en el Nº 5 en re mayor que convirtió en una pequeña obra maestra, y cerró su selección de nueve con el Nº 14 en mi bemol menor que es un punto de inflexión dentro de la colección. Luego de oírla, pues flotó en el aire el deseo de haberle escuchado no esos nueve, sino los 24, disfrutar, por ejemplo su versión del Nº 11…
Para cerrar la Fantasía op. 28. Que es una de las obras más difíciles de todo el repertorio pianístico. Inolvidable, apasionante, del piano del teatro salían oleadas de sonoridad y sobretodo cataratas de música, por lo dicho, porque ella hace de su técnica asombrosa un medio y no un fin, y porque escogió justamente una obra de esas que están un poco acaballadas en el romanticismo de Scriabin y que alertan que la Sonata nº 4 está próxima a llegar.
No creo recordar en décadas de conciertos y recitales en Colombia que alguien en el pasado hubiese osado dedicarle a Scriabin la mitad de un programa. A lo sumo uno que otro pianista había regalado en los encores el Nocturno de la mano izquierda, pero no más. Bueno, no muchos están en condiciones de hacerlo con solvencia.
A propósito de encores, hubo tres. Un Vals de Chopin, el del minuto, las variaciones de Rachmaninov sobre un tema de Kreisler y un apoteósico Preludio Nº 24 op. 28 de Chopin que todavía debe estar cimbroneando lo cimientos del teatro.
Dije al principio que inolvidable desde todo punto de vista. Porque cómo pasar por alto su indiscutible belleza. Tocó como una diosa y lucíó como una diosa en el escenario, enfundada en un exquisito traje rojo, el teatro estaba de gala. Y emocionado un público que no dudó en tributarle una acogida a la altura de las circunstancias.
Cauda
La desaparición del compositor Jesús Pinzón Urrea viste de luto a la música colombiana. Hace apenas unos meses la Orquesta Filarmónica tocó una de sus grandes composiciones con gran recepción del público. Queda su obra, que sin duda, va a sobrevivir al tiempo. Gran compositor, gran orquestador, un convencido de la exploración de tradiciones para vestirlas con las mejores galas de la modernidad.