Una experiencia con Meno Fortas | El Nuevo Siglo
Sábado, 20 de Junio de 2015

Por Emilio Sanmiguel

Especial para El Nuevo Siglo

¿CUÁNDO  la presentación de un espectáculo deja de serlo para convertirse en una experiencia estética?

Buena pregunta. Porque la realización de espectáculos involucra, desde tiempo de los griegos, esencialmente la experiencia trascendental, puesto que de una u otra forma fue una de las maneras que ellos se inventaron para comunicarse con los dioses.

Habría que reformular la pregunta, más allá del limitado concepto de la “experiencia estética” y trasladar la frontera al mundo de lo trascendental.

Porque lo ocurrido la tarde del domingo 7 de junio en el Teatro Mayor, durante la presentación de El idiota de Feodor Dostoievski (1821 - 1881) fue eso precisamente: una experiencia estética trascendental.

En primer lugar porque se trata de uno de los grandes clásicos de la literatura convertido en pieza teatral gracias a la adaptación de Tauras Cizas, quien ya ha enfrentado experiencias similares en el pasado, con La divina comedia de Dante, por ejemplo.

Pero lo importante es que la obra exige una completa compenetración entre el auditorio y el escenario, y, aparentemente el público -el local y el de cualquier parte del mundo- no está muy habituado a enfrentar montajes como este Idiota que dura cinco horas. Cinco horas, así como suena.

Una experiencia así, en el horario inhabitual de la tarde del domingo, produjo el milagro de que la sala tuviese algo más de la mitad de su aforo ocupado.

Sin embargo, una cosa es el asunto sobre el papel y otra la realidad; porque en espectáculos de esta magnitud estética era de temer que la deserción fuese la tónica; por lo dicho: cinco horas de espectáculo son cinco horas en una butaca que no  alcanza el confort de las de la platea de la Scala en Milán, los palcos del Garnier en París, o para no ir más lejos, las del auditorio de la Luis Ángel Arango de Bogotá; y si a ello se le agrega que el arquitecto del teatro creó un auditorio gélido como un mausoleo, pues lo de Meno Fortas de Lituania fue justamente eso, una experiencia estética trascendental, porque la deserción fue mínima; la hubo, claro está, pero mínima. Porque entre el escenario y el auditorio se dio un magnetismo poderoso, casi mágico.

Así tenía que ser. Porque la puesta en escena de Eimuntas Nekrošius, que es el director de la compañía y director del montaje, propone al espectador una suerte de doble lectura de la narrativa: está por un lado el desarrollo del texto, sobre cuya intensidad no creo necesario ahondar, y por otro el movimiento de los actores, que es coreográfico en realidad, y evidencia de lo que ocurre en el interior de sus almas, que tienen complejas connotaciones íntimas, políticas, religiosas.

Si a ello se agrega que se trata de una obra cuya fuerza original emana del poderosísimo texto de Dostoievski, que exige de los espectadores debatirse entre el seguimiento de los subtítulos (la obra se representa en lituano, desde luego) y en el marco la sobria propuesta escenográfica de Marius Nekrośius, pues hay que rendirse ante la evidencia de que la producción traspasa los umbrales de la genialidad.

Ahora, sin olvidar el elenco de actores, cuyo desempeño resulta deslumbrante. Daumantas Ciunis (el príncipe Myshkin, el idiota), Elzbieta Latanaite (Nastasja Filíppovna), Salvijus Trepulis (Rogozin), Vaidas Vilius (Gania), Diana Gancesvkaite (Aglaya), son verdaderos genios de la actuación, así lo demostraron en Bogotá; porque el sólo espectáculo de memoria a lo largo de cinco horas, ya es un asunto para tomar muy en serio; pero es que está precisamente eso de que hablaba, que el movimiento es coreográfico, y demanda una actuación paralela, porque el montaje exige la precisión de un mecanismo de relojería.

No de otra manera se puede conjurar la austeridad de una escenografía, preciosa, pero austera: algunos elementos de utilería y una puerta descolgada al fondo del escenario, muy poca escenografía en términos convencionales y el ojo demanda y exige variedad a lo largo de cinco horas, pero eso no es necesario, porque la sangre vital del teatro estaba ahí, una buena obra, un montaje atinado y un elenco de actores de primera línea.

Cauda

Aparentes contradicciones. Censuré duramente la propuesta escenográfica del Rigoletto verdiano de los suizos,  por su extrema simpleza: una mesa con sus sillas para resolver los tres actos de la ópera verdiana, cuya duración no alcanza a las dos horas. En contraste, la caja negra de los lituanos, con apenas una puerta al fondo, resulta suficiente para cinco horas de espectáculo teatral. Me temo que el asunto radica en que la dirección de escena de los lituanos está al servicio de una narrativa coherente… la ópera de los suizos está más cerca del esnobismo teatral, que ya es una plaga en el mundo de la ópera…

Olvidé decir que en El idiota del domingo no hubo delegación del jet-set criollo. A su ausencia se debe, en parte, el éxito de la representación.