Por: Mariano Cañizares Parrado
EN el viajamos juntos en avión por primera vez mi señora y yo. Aquel día llevaba en mi mano el libro de Viktor Frankl, “El hombre en busca de sentido”. Cuando logramos sentarnos cómodamente, esperando el despegue, le comenté: Son sólo dos horas y media, así que no permitas a nadie interrumpir mi lectura, pues debo leerme este libro antes de aterrizar. Ella sabía que de no cumplir esa meta, entonces estaría ocupado en Cuba hasta terminar su lectura. Así que aunque dudó de la posibilidad de leerme 158 páginas grandes en el tiempo referido, prefirió colaborar en mi estado de concentración. Faltando diecisiete minutos para el aterrizaje, cumplí con la meta trazada e inesperadamente le dije: “Soy todo tuyo hasta el regreso”.
Sólo me preguntó: ¿Siempre lees en los aviones? Le respondí positivamente, hecho que dio lugar a otra interrogante: ¿Por qué? A lo cual agregué de manera proverbial: Cuando los seres humanos que me acompañan en los viajes aéreos sean capaces de controlar su mente y su cuerpo, entonces dejaré de leer.
En el año 2010 uno de mis pacientes más queridos, el señor Andrea Brezzi, me regaló un libro de su autoría, titulado: Tulato, ventana a la prehistoria de América. Un día un médico me vio leyendo aquel inmenso texto de 620 páginas y un peso aproximado de cinco libras y exclamó asombrado: ¿Lo estás hojeando no? Ante tal ignorancia le dije: Sí, pero que bueno sería que te lo leyeras, porque así serías mejor médico.
Cada vez que leo un libro lo anoto en una larga lista que ya rebasa los dos mil ejemplares. Me gusta leer de todo: Ciencia, literatura, biografías, historia, filosofía, psicología, arte, política… Todos enriquecen la vida sin lugar a dudas.
Soy un estudioso apasionado de las distintas culturas: Indígena, asiática, árabe, africana… y más que todo sus híbridos, los cuales han sido enriquecidos de manera casi sobrenatural, porque de esta manera puedo ser paciente, tolerante y comprensivo, en dependencia de cada individualidad. Ese es mi pequeño granito de arena para vivir en paz.
Si importante es tener conocimientos de los viejos textos conservados desde la antigüedad, tanto lo es poder hablar de la edad media, de los siglos XVI y hasta el XX. Pero más aún, analizar a la raza humana en pleno siglo XXI.
Recuerdo haber leído un consejo de la cultura indígena cherokee, cuando era estudiante universitario, donde en mis tiempos libres me metía en la biblioteca nacional de Cuba y siempre salía con rinitis, pero también lleno de amor a la sabiduría.
Lo transcribo textualmente: Un antiguo indio Cherokee dijo a su nieto. “Hijo mío, dentro de cada uno de nosotros hay una batalla entre dos lobos. Uno es malvado: Es la ira, la envidia, el resentimiento, la inferioridad, las mentiras y el ego. El otro es benévolo: Es la dicha, la sabiduría, la paz, el amor, la esperanza, la humildad, la bondad, la empatía y la verdad.”
El niño pensó un poco y preguntó: Abuelo ¿Qué lobo gana? El anciano respondió: “El que alimentas”.
¿Cómo empezar a conocer a cuál lobo alimentas?
En mis oficinas tengo un letrero inmenso en la puerta de entrada que dice: Toque el timbre y espere ser atendido. Hace apenas un mes un profesional universitario llegó y le dio con el puño varios golpes a la puerta. Cuando una de mis asistentes salió y le advirtió sobre tocar el timbre y esperar, el señor respondió en tono imperativo: “Fue lo que hice, tocar y esperar”.
Mi asistente embestida de una espesa cultura, le contestó humildemente: “Usted no ha tocado el timbre”, a lo que el señor respondió: “Ahí no dice timbre por ninguna parte”, mientras miraba la puerta. Al darse cuenta que no había leído todo el letrero. Sólo susurró: “Bueno, ¿puedo pasar?”.
Uno de los más completos alimentos para hacer crecer la ignorancia es no leer.
Soy devoto de la divina misericordia. Tengo esa imagen en mi sala de meditación y todos los días en mi sagrado ritual, comienzo preguntándole: ¿Dónde pude ser mejor hoy mi Dios? Y cuando he terminado, siempre le prometo no alimentar la ignorancia.
Tengo catorce libros escritos, doscientos sesenta y siete artículos científicos publicados y alrededor de sesenta y seis mil pacientes atendidos, en más de tres décadas de ejercicio, y aunque todos los que me conocen creen firmemente que alimento al lobo benévolo, cuando converso conmigo mismo en una profunda introspección, aún siento que de vez en cuando le doy mis pedacitos de carne al lobo malvado.
¿Qué quedará para quien no lea un pequeño letrero colgado en la puerta donde tiene cifradas las expectativas de matar la ignorancia?