Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
Creo que ya lo dije en alguna otra oportunidad pero, qué le hacemos, tengo que repetirlo: a Ana Consuelo Gómez nadie le quita lo bailado y su nombre ya quedó grabado en la historia colombiana del ballet: porque le ha dedicado toda su vida, como bailarina, como maestra, como coreógrafa, como esposa y como madre, porque dos de sus hijos, Felipe y Jaime Francisco son figuras de reconocimiento internacional. Y eso, repito, nadie se lo quita.
Ella, mejor que nadie, sabe lo difícil que es dedicarse a la danza en Colombia. En los últimos años ha resuelto incursionar en una nueva faceta expresiva con el grupo que creó, Danza experimental de Bogotá, en el que trabaja las complicadas relaciones entre las diferentes facetas de las artes dramáticas y las diferentes escuelas del ballet.
Su último trabajo subió a escena el pasado fin de semana en el Teatro de Bellas Artes: El retrato de Dorian Gray, que es una de las obras cumbres de la literatura británica de la segunda mitad del siglo XIX, que se publicó en 1890.
El alma es una terrible realidaddice Dorian en una de las escenas de la obra y es justamente el alma del personaje lo que, aparentemente la ha interesado más profundamente. Claro, cada creador toma partido por una manera de entender al protagonista que quiere llevar al espacio coreográfico, y ella ha preferido más una visión épica, a la manera de un héroe, que la intimista.
Eso le queda claro al espectador por la música encargada de poner a andar la coreografía: fragmentos de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky-que actúan a la manera de un leitmotiv- al lado de fragmentos de Glass, Coates, Nyman, Gun’s Roses y Queen, un caleidoscopio que evidentemente busca resaltar eso de que hablaba, diferentes disciplinas de las artes escénicas y diferentes escuelas coreográficas, porque así como la música de Stravinsky es la encargada de buscar la unidad sonora, la unidad del movimiento está marcada por el neoclasicismo, que a lo largo de los años ha sido trabajado por Ana Consuelo con muchísima autoridad.
Bien; decía que la visión por la que ha tomado partido va más por los caminos de la heroicidad que del intimismo y eso también quedó claro en la primera escena del ballet, porque Dorian aparece en lo alto del escenario, preso en los límites intensos de un marco pictórico, pero en una especie de alusión a una crucifixión; al final de la obra, el espíritu del inicio se repite con Gray en lo alto de la escena.
Evidentemente lo visto en el Bellas artes es un trabajo digno de respeto y el público le brindó una cálida acogida.
Al centro de la producción, el protagonista, encargado a Manuel Molano (visto el año pasado en el “Quijote” de la compañía Pavlova, que es el otro brazo coreográfico –el académico- de Ana Consuelo, Molano consigue en línea general una buena intensidad dramática, pero, como bailarín olvidó una de las reglas de oro del baile: estar absolutamente en forma, porque el escenario no perdona y un par de kilos de sobrepeso le pasaron factura el pasado fin de semana, hecho que se agravó con un vestuario francamente insensato que, antes que disimular su sobrepeso, lo puso más en evidencia.
En líneas generales el elenco tuvo una actuación importante – Juan David Moreno, William González, Jaime Rincón, Margaret Arias, Denise Ramírez, Nathaly Montaño y Susana Osorio- y lo propio habría que decir para el cuerpo de baile, que a lo largo de la obra mostró disciplina, rigor, trabajo y, sobretodo, un avance considerable respecto de otras actuaciones del pasado reciente.
A la final, pues sólo resta decir que afortunadamente hay personas que ponen todo de su parte para que Bogotá tenga vida balletística, como Ana Consuelo Gómez y su grupo de Danza experimental, que busca justamente la experimentación, una trabajo riesgoso por definición, pero sin duda necesario para una ciudad que pretende seguir en pos de esa quimera de ser, si es que alguna vez lo fue, la Atenas de Suramérica.
La nariz de Shostakovich
Un oasis lírico el pasado sábado con la retrasmisión desde la Metropolitan Opera de Nueva York con La nariz del compositor ruso Dimitri Shostakovich. En el terreno de las fallidas producciones no convencionales de la prestigiosísima casa neoyorquina, todo un logro.
Porque una obra como La nariz depende casi por completo de la teatralidad de la puesta en escena y eso fue lo que ocurrió con la producción de William Kentridge en el marco de la formidable escenografía de Kentridge y Sabine Theunissen: buena dramaturgia.
Un elenco de excepción, encabezado por Paulo Szot como el protagonista Kolyov y excepcional porque fueron actores cantantes, tan hábiles en lo uno y en lo otro.
El pero, siempre hay un pero, el sonido, y hablo del sonido en la sala de Gran Estación: mortalmente deficiente, apenas hubo un respiro empezando el segundo acto. El problema es que uno de los fuertes de la música de Shostakovich es su orquestación, y con un sonido tan opaco no era tarea fácil disfrutarla.