El periodista y escritor Plinio Mendoza fue muy allegado al Nobel desde los años 40 del siglo pasado, tanto en lo profesional como en lo familiar. Aquí algunos apartes de su libro “Gabo, cartas y recuerdos”
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-Oye, Gabo, aquí hay un asunto importante que no puedo explicarte por teléfono. Vente para Bogotá. Una oficina de prensa, ya te contaré… Seremos los jefes.
Ya está hablando como el mexicano.
A los cuatro o cinco días. Gabo bajaba con Mercedes por la escalerilla del avión. Mercedes estaba esperando un niño.
-Cómo es la vaina- me preguntó
En camino hacia la ciudad, en el automóvil, le expliqué a Gabo todo el asunto.
-Cojonudo- dijo
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En vez de la luz de Caracas, teníamos ahora la llovizna de Bogotá cayendo siempre, al otro lado de las ventanas, sobre los grises tejados de la ciudad, pero las oficinas de Prensa Latina, que habíamos montado con gran rapidez, vibraban a toda hora con el tableteo de la máquina de escribir, del télex, del receptor de radio que funcionaba día y noche.
Pobres, mal trajeados, allí se encontraban, a la salida de sus respectivas universidades, los estudiantes; allí venían gentes de izquierda del Partido Liberal, gentes del Partido Comunista y de todos los minúsculos grupos marxistas. Por allí pasaron-pálidos, una gabardina sucia un cigarrillo Pielroja ardiéndoles entre los dedos- todos los futuros dirigentes guerrilleros del ELN, que años después, como tantos hermanos suyos de Venezuela, del Perú, de América Central, encandilados por el mismo resplandor revolucionario, movidos por la misma alineación política, maximalista, voluntarista, nacida de la propia debilidad estructural de la izquierda y de sus frustraciones personales, quizás de su dolorida neurosis de inadaptados dentro del tejido social del país…
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Como sea, si uno vuelve a los ojos aquella década iluminada y trágica del sesenta (cuyo símbolo supremo podía ser la cara cristalizada del Che Guevara, acribillado en una aldea de Bolivia), encuentra siempre el recuerdo fantasmal de compañeros muertos.
Desde luego, aquella época tiene una connotación dramática vista en la perspectiva de los años, cuando uno mira las implicaciones que la revolución cubana, sus espejismos, las baratijas teóricas que se elaboraron en torno a ella (la desdichada teoría del foco de Régis Debray) tuvieron sobre muchos destinos individuales que rozaron el nuestro.
Pero al margen de esta efervescencia política, llevábamos una vida organizacional y fácil, que giraba en torno a nuestros diarios despachos de noticias, y al apartamento de Gabo y Mercedes, donde yo, soltero aún, era un diario invitado: a la hora del desayuno, a la hora del almuerzo y a la hora de la cena…
… Cuando Gabo (que escribía de noche, con una disciplina admirable, la última versión de La mala hora) se quedaba trabajando en casa, un domingo, yo llevaba a Mercedes al cine.
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Ambos, Gabo y yo, cada cual de nuestro lado, habíamos advertido el cambio que se había operado en Camilo Torres al regreso de unas vacaciones de los Llanos. Sus silencios. Su iluminado retraimiento. El brillo triste, distante en las pupilas.
Ahora, ya con treinta años, se había convertido en un sacerdote activo y jovial, preocupado por los problemas sociales, que repartía su tiempo entre una cátedra de psicología en la Universidad Nacional.
Con frecuencia venía a almorzar al apartamento de Gabo y Mercedes y asistía a las fiestas que organizaban algunos sábados.
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Todo pasaba por Cuba, en aquellos tiempos.
El avión me dejaba en Camagüey. Allí, paseando por las calles quietas y ardientes a la hora de la siesta o en un bar, bajo el soñoliento susurro de los grandes ventiladores de aspas, esperaba el nuevo vuelo que me llevaría a La Habana. Siete veces fui a Cuba en un solo año.
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Las oficinas de Prensa Latina, en los altos del edificio Retiro Médico, intensamente refrigeradas. La calle de la Rampa descendiendo hacia un mar con reflejos crepusculares. Una cafetería, el Wacamba, su olor a pollo frito, su continuo entrar y salir de milicianos, y el hombre tímido de barbas con quien alguna noche tomé allí un café: Camilo Cienfuegos.
Fidel hablando en estadios atestados y vibrantes. Los jóvenes milicianos a lo largo del malecón, con sacos de arena a sus pies, vigilando el cielo y el mar en espera de una invasión.
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Fidel Castro resultó más astuto que los comunistas cubanos. Los comunistas quisieron utilizarlo y en última instancia fue Fidel el que acabó utilizándolos. Hasta cierto punto, claro. Fidel es esencialmente el caudillo.
El caudillo es lo único que políticamente hemos inventado los latinoamericanos a lo largo de nuestra revuelta historia.
Sin verdaderas estructuras de poder, sin un concepto realmente orgánico del Estado, sin clases dirigentes lo suficientemente lúcidas y poderosas para asumir la dirección de la nación entera y ofrecer alternativas movilizadas, la inconformidad, la orfandad producida por este vacío nos ha llevado siempre, en momentos difíciles, a buscar al padre que todo lo puede, o que dice poderlo todo: el caudillo.
El caudillo une, aglutina, dispone por nosotros, nos releva de la angustia de asumir por nuestra cuenta, sin instituciones apropiadas, nuestro destino histórico o los retos de un conflictivo desarrollo.
Ni siquiera el más europeo de nuestros países, la Argentina, escapó a este reflejo del inconsciente colectivo latinoamericano. Apenas las tensiones surgidas de la sociedad urbana e industrial desbordaron las posibilidades de manejo de la tradicional oligarquía, la Argentina se encontró a Perón en su camino.
Fidel surgió en Cuba a merced de la misma orfandad cuando los viejos políticos erosionados por la corrupción y el oportunismo, y el militar que los desalojó del poder, dejaron a la isla sin más alternativas…
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Triunfante la revolución, Fidel Castro, en vez de estructurar las organizaciones revolucionarias como partidos que sirvieran de conductos de expresión y participación democrática de las masas, acabó liquidándolas. No podían representar un contrapeso a su poder personal.
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Obviamente las simpatías de García Márquez van actualmente hacia el caudillo y no a la burocracia.
Quienes critican sus opciones políticas, viendo la realidad cubana fundida en un solo bloque, suelen ignorar estas dos realidades secretas, sutilmente enfrentadas, y no entienden por qué García Márquez apoya el régimen cubano pero se sentía distante, para nada concernido, por el régimen polaco o soviético.
A él, lo sé, la burocracia no le dice nada. Ella choca con su temperamento de hombre Caribe, ajeno a la rigidez y la uniformidad religiosa del comunismo.