Por Alberto Fernández R.
Especial para El Nuevo Siglo.
MADRID, España
El arte en Colombia atraviesa por un “boom”. O, al menos, esa es la lectura dominante que viene haciéndose de la producción artística más reciente del país, pese a lo problemático que puede resultar dicho concepto. Como queriendo emular lo sucedido con la literatura latinoamericana de los años sesenta y setenta, cuando autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar adquirieron un inusitado interés internacional, con esas cuatro letras se ha pretendido describir todo el entramado de relaciones que constituye la escena artística actual, si bien su pertinencia está más relacionada con cierto auge de la etiqueta “arte colombiano” en los mercados.
Pero este concepto trasladado al campo del arte es también problemático porque reviste cierta dosis de inopia y soberbia. “Boom” remite, literalmente, a un estallido brutal y repentino. Por lo que al llamar así a esta generación, sin lugar a dudas una de las más talentosas, de alguna manera se está desconociendo a todos aquellos que los precedieron. Se trata de un gesto lingüístico que bien da cuenta de esa tendencia a olvidar -cuando no a menospreciar- el pasado sobre el que se asienta el presente, que acertadamente ha señalado la crítica Nelly Peñaranda: “Es como si la historia del arte colombiano se hubiera comenzado a escribir hace apenas unos años”.
Una de las protagonistas de ese pasado fundamental es Emma Araujo (1930), por lo significativo -aunque paradójicamente poco conocido- de su trabajo por el arte y los museos del país. Consciente de esta contradicción, el investigador de la Universidad Nacional William Alfonso López le dedicó su último libro y el resultado ha sido un más que merecido reconocimiento a esta intelectual. Sin mencionar que constituye un capítulo destacado de la historia -aún por escribir-de la museología en Colombia.
Formada académicamente bajo las teorías de Pierre Francastel y Marta Traba, Emma es una de las más destacadas profesionales de museos, tal y como lo deja ver la investigación de López. Sin embargo, de su dilatada trayectoria hay un pasaje que sobresale particularmente, cuando entre los años 1974 y 1982 fue directora del Museo Nacional de Colombia y, junto al museólogo alemán Ulrich Löber, realizó la renovación de su exposición permanente; es decir, cuando emprendió la modernización de la más centenaria de las instituciones artísticas colombianas.
Ese proceso de modernización implicó un cambio de paradigma en la conceptualización de la institución “museo” sumamente significativo: de un “gabinete de curiosidades patrióticas”, el Museo Nacional pasó a ser un espacio donde escenificar la historia del país a través de su arte.
Y también supuso privilegiar la concepción del arte promulgada por Traba y materializada en la obra de aquellos artistas que retomaron el legado de las vanguardias europeas, como Andrés de Santa María, Alejandro Obregón, Fernando Botero y Luis Caballero; una concepción que para esos años se oponía -de manera reduccionista- a aquella que encarna el grupo Bachué, cuyos integrantes, fuertemente influenciados por los muralistas mexicanos, se propusieron dilucidar una identidad nacional reivindicando lo precolombino, lo indígena y lo campesino.
Fue así como las obras de los artistas cercanos a Traba ocuparon los espacios más emblemáticos del museo, mientras que las de los Bachué fueron almacenadas a la espera de ser requeridas enexposiciones temporales. Esta decisión de Emma y su equipo significó asumir una versión cuando menos incompleta de la historia, que en cierta medida desconoce la complejidad de la cultura colombiana.
Pero tal decisión, por muy cuestionable que resulte, en ningún caso puede oscurecer el trabajo fundamental de Emma. Aquí el término “fundamental” no es casual, pues su obra es precisamente uno de esos fundamentos, uno de esos cimientos, sobre los que se ha levantado la escena artística colombiana contemporánea. Y es que con ese cambio de paradigma, al pensar el museo como un “espacio discursivo”, se inauguran dos de las principales reflexiones que nutren al arte actual: el potencial comunicativo del museo, de cómo esta institución puede trasmitir significados a través de sus exposiciones; y el espacio expositivo como estructura de mediación, que afecta tanto al artista, como al objeto artístico y al espectador.
Ahí radica, en buena medida, la relevancia del legado de Emma Araujo, y la necesidad de visibilizarlo sobre todo entre las nuevas generaciones. Ella es una de esas “pioneras”, junto a la tan menospreciada Marta Traba y otras muchas mujeres omitidas por la historia oficial, que se propusieron modernizar la escena cultural de esa Colombia -cerrada, conservadora y provinciana- de mediados del siglo XX. Y a ellas, ponderando tanto sus fallos como sus aciertos, es preciso remitirse para encontrar parte de los antecedentes, los sedimentos culturales que vendrían a sostener eso que de manera edulcorada se ha llamado el “boom” del arte colombiano.