Por: Jorge Consuegra
Especial para El Nuevo Siglo
Hace un poco más de cuarenta años, José Mauro de Vasconcelos se convirtió en uno de los escritores más importantes de Brasil y de América Latina entera, pero como perteneció al boom, muy pocos medios lo reseñaron como tal, lo relegaron a un tercer o cuarto plano. Pero en silencio, el brasilero fue ganando adeptos y llegó un momento, en 1971, que su novela Mi planta de naranja-lima llegó a publicar en un solo año, cinco ediciones en español, hasta llegar en 1974 a completar once de ellas de diez mil ejemplares cada una.
En Brasil, su país de origen logró vender hasta noventa mil ejemplares ¿y quién sabía de este escritor? Solo sus lectores porque, como arriba lo decíamos, los medios lo ignoraron completamente a pesar de ser uno de los más importantes autores para niños grandes.
Y decimos esto, porque esta novela, publicada por El Ateneo, de Buenos Aires, es “la historia de un niño que un día descubrió el dolor”. Apenas llegaba a los seis pero, como Zezé mismo lo dice, “la verdad es que tengo cinco, pero con seis me dejaban entrar a la escuela”.
Zezé vive en Bangú, un barrio marginal de Río de Janeiro en donde la pobreza es más que extrema; su padre fue suspendido del trabajo y su madre, para ayudar en la economía familiar, trabajaba hasta doce horas lavando y planchando ropas, además de asear en otros lugares y mientras ella laboraba sin descanso, su marido y sus hijos se angustiaban porque llegaba la hora de la comida y pocas veces había para todos.
Zezé cogía su caja de embolar y trataba de ganar algún dinero que de inmediato le entregaba a su padre y éste, como podía, compraba algunos alimentos para tener listos a la hora de la llegada de la madre. Zezé decía que “el Niño Dios no me quiere, sino el Niño Diablo, porque siempre me dan ganas de hacer diabluras” y cuando las hacía, con mucha frecuencia, sus padres lo martirizaban dejándolo tendido en su cama por dos o tres días mientras se recuperaba al cabo de los cuales les pedía perdón, pero volvía a caer haciendo pilatunas.
Pero Zezé tenía algo sorprendente: su inteligencia; a veces se quedaba oyendo a su padre y sus amigos y todo lo memorizaba, por eso pudo ingresar a la escuela en donde conoció a la señorita Paim quien empezó a apoyarlo en su aprendizaje de las letras para escribirlas y leerlas.
Zezé tuvo apenas dos amigos en su vida, uno el portugués que tenía “el carro más bonito de todo el mundo” y que Zezé, cuando lo veía pasar se extasiaba y soñaba con estar algún día sobre su cojinería de cuero, sueño que le cumplió meses después cuando “Portuga” lo invitó a subirse a su carro; fue el niño más feliz de toda la Tierra. Y el otro amigo, era una planta de naranja-lima, era la más feita de todas las plantas del solar de su casa, pero Zezé se dio a la tarea de quererla, abonarla y regarla “porque un día tendrá flores y de allí sus frutos y seré feliz” y así fue.
Esta es una novela muy, pero muy triste pero, al mismo tiempo, es una obra escrita con el alma; es la historia de ese niño que hace diabluras, que lo castigan cotidianamente, pero que tiene el alma más hermosa de todo el universo.
La última página coge de sorpresa al lector, pues habla Zezé cuarenta años después, acordándose de su vida, de sus padres y hermanos, de sus pilatunas, de su enorme alegría con “Portuga” su amigo y de su planta de naranja-lima. Esta es una novela para niños-grandes; no es una obra de tiros y sicarios, sí que menos de agentes y pistoleros; no hay sexo, ni odio, solo amor por la vida, por la gratitud a un amigo y por su planta de naranja-lima que le dio tantas y tantas alegrías al pequeño Zezé.
Más de cien mil ejemplares vendidos y nadie se acuerda de José Mauro de Vasconcelos, un olvidado y segregado del boom…