MAGIA. Pura magia fue lo que hubo sobre el escenario del Teatro Mayor la noche del pasado sábado con la presentación de la compañía de María Pagés con Una oda al tiempo. Porque el Flamenco, el de verdad, está muy lejos de esos espectáculos pintorescos y coloridos de tarjeta postal que aplauden los turistas en España.
Pagés baila desde que tiene memoria, ella misma lo ve «como un arte ilimitado y un claro ejemplo de la unión entre culturas». Por eso no fue una sorpresa que, de pronto, a la altura de la mitad del espectáculo, del violín de David Moñiz surgiera un fragmento de «Las estaciones» de Antonio Vivaldi y que más adelante, ya en una de las últimas escenas ocurriera lo propio con el Lascia ch’io pianga de Rinaldo de Georg Friedrich Händel, dos clásicos de la música barroca que se paulatinamente se fueron engarzando con el baile y el cante.
Desde el momento cuando se alzó el telón quedaron las cartas sobre la mesa, con la presencia de los bailaores descalzos bajo la luna que se desplazaba sobre ellos a la manera de un péndulo. También descalzos, como si de un «leitmotiv» se tratara, en el cuadro final. Entre esas dos imágenes de enorme fuerza estética y expresiva –cuánto talento para producir belleza con los cuerpos apiñados- se desarrolló la obra, una sucesión de escenas marcadas por el dramatismo, el buen baile.
Nada a lo largo de casi hora y media de espectáculo estuvo dejado al azar. Porque bajo la aparente sensación de que las cosas se desarrollaban como algo espontáneo, lo cierto es que se trató de una coreografía concebida milimétricamente; cada uno de los movimientos encontraba eco en la música, por cierto, qué buenas “cantaoras” Ana Ramón y Sara Corea, qué buenas las guitarras de Rubén Levaniegos y Isaac Muñoz.
Desde luego la estrella del espectáculo es Pagés. Decía que baila desde que tiene memoria y lo hace con autoridad, su estatura artística se impuso, llenó el escenario con una forma de bailar, felina y llena de atavismos que no hizo de lado un virtuosismo que más de una vez dejó sin respiración al auditorio, cuerpo y vestuario eran un todo de sensualidad.
Resultó evidente que lo visto fue más que baile, hubo drama, por ejemplo en la escena de las ejecuciones, que los bailaores resolvieron con intensidad y que llevaba al auditorio a la reflexión.
A la final se trató de algo que puso en evidencia que la tradición del baile flamenco no se ha quedado estancada en el tiempo. Lo visto va, por un lado a las raíces primigenias de una tradición que hunde sus raíces en el siglo XVIII y no ha parado de nutrirse de la realidad cultural española. No fue gratuito que algunas escenas fueran teatro dentro del baile y también baile pleno de teatralidad.
Precioso vestuario, con mucho de tradición y muchos guiños a lo contemporáneo, imposible pasar por alto el colorido concebido, no sólo por estética, sino como parte de los contenidos.
Igual con las luces de Alfonso Ramos, impecables y también inquietantes.
Luego de esa casi hora y media de espectáculo, pues la ovación del teatro. Más que merecida.