Por Vivian Murcia González
El escritor colombiano presenta 'La Forma de las ruinas' una novela descrita como la primera del postconflicto
La Forma de las ruinas es una historia de secretos familiares pero también públicos. Un personaje, Carlos Carballo, se obsesiona con la idea de una teoría de la conspiración que explicaría los crímenes de Jorge Eliécer Gaitán y Rafael Uribe Uribe, dos figuras míticas de la historia de Colombia asesinadas brutalmente.
Es la primera vez que el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez se convierte en narrador y personaje de una novela, la de la historia de Colombia. Haber tenido en sus manos la vértebra de Gaitán fue el impulso que necesitaba para contar una historia de su país, una historia de violencia.
La forma de las ruinas ha sido una obra muy bien valorada por la crítica iberoamericana. La han calificado, sin que fuera intención de su autor, como “la primera novela colombiana del postconflicto”. ¿Considera acertada esta afirmación? ¿Por qué motivos?
Es una novela que intenta explicar de dónde viene nuestra violencia, los mecanismos que se han transformado en hechos violentos en el pasado colombiano. Trata de explorar hasta qué punto esa realidad es inescapable, hasta qué punto estamos condenados a repetir los crímenes del pasado.
Toda esa reflexión es algo que a los colombianos nos está interesando en este momento con las negociaciones de paz en La Habana. Las preguntas más importantes que nos hacemos son: ¿de dónde viene nuestra violencia? ¿cuál es ese relato capaz de explicarla? y, en ese sentido, creo que es una novela de postconflicto porque intenta hacerse preguntas con respecto a nuestro pasado.
-Según su argumento, si Colombia hubiese esclarecido la autoría y responsabilidad de sus magnicidios, sería un país con una imagen de sí misma más decente. Actualmente existe cierto consenso en la necesidad de esclarecer los hechos más traumáticos de la historia de una Nación. Hace apenas 30 años, la transición española se basó en el perdón generalizado, el olvido y la reconciliación. ¿Este último modelo debe destacarse para experiencias traumáticas como el conflicto colombiano?
-Para pasar página es necesario llegar a una versión consensuada de qué es lo que ha sucedido. Para mí una parte esencial de la democracia es la negociación que hacemos los ciudadanos sobre cuál es nuestro relato común, sobre qué es lo que realmente nos ha pasado. Es lo que está sucediendo ahora en Colombia, estamos tratando de ponernos de acuerdo sobre qué es lo que ha pasado en los últimos 50 años de violencia. El único objetivo de eso es poder cerrar el capítulo de violencia y avanzar.
Carlos Fuentes decía que no hay futuro vivo con un pasado muerto y un pasado en el que no nos hemos puesto de acuerdo no puede permitirnos avanzar.
-¿Ve en Colombia una nación capaz de olvido y reconciliación? Hay detractores muy populares del proceso de paz en Colombia...
-Yo no sé cuál sea el resultado de los acuerdos de paz en Colombia, pero sí creo que la única manera de avanzar es a través de un consenso que tome en cuenta las posiciones divergentes, las más críticas también. Hay que oír con seriedad y con respeto los argumentos de todos los sectores políticos. Esa es la reconciliación nacional, cualquier cosa distinta tendría en sí misma el germen de su propia destrucción.
-En su novela, al margen de abordar personajes relevantes como Gaitán o Rafael Uribe Uribe, hay una preocupación latente por los muertos anónimos. ¿Cómo honrar la memoria de estos últimos para quienes no están pensadas las “grandes placas de mármol”?
-Yo también me lo pregunto. Es una de las grandes preocupaciones que cruza la novela, la multitud de muertos anónimos que pueblan nuestras ciudades, nuestros pueblos, el país entero y que no están en la conciencia popular. Quizás es una de las posibles tareas que tiene la literatura, rescatar esos muertos de su anonimato, darles una cierta identidad. Es lo que hacen las grandes novelas que se han escrito en Colombia sobre nuestra violencia como Los Ejércitos de Evelio Rosero, por ejemplo. Rescatar esas víctimas que no tienen nombre por la historiografía o por el periodismo es lo que hace la novela, esperemos que las novelas colombianas lo sigan haciendo.
-Los colombianos nacidos en la década de los setenta y los ochenta tenemos, según sus palabras -con las que yo coincido- una violencia reprimida ¿Con nuestra generación es posible construir una paz duradera? o, por el contrario, ¿debemos ceder el testigo a la siguiente, algo menos condicionada por la guerra y la brutalidad?
-Es verdad que la generación que creció en los ochenta, con los atentados, con las bombas, con la guerra privada que le declaró Pablo Escobar al Estado colombiano, es una generación que se educó dentro de una cierta violencia y la asumió, pero creo que por eso mismo somos una generación capaz de saber lo que está en juego, capaz de saber hasta dónde se puede regresar si no tomamos las precauciones convenientes. Diría que no sólo es una generación idónea sino muy especialmente consciente de los riesgos y capaz de hacerse cargo de la transición hacia un país menos violento, un país pacífico.
-No estamos condicionados por la violencia...
-No, a mí me gustaría pensar que somos dueños de nuestro destino y que somos capaces de transcender nuestra propia historia.
-Carballo -un personaje central en su obra- critica a aquellos que se van y se olvidan del país. No es su caso. ¿Comparte esa opinión? ¿Son comprensibles las razones de un colombiano que, ante la barbarie, opta por el desarraigo?
-Creo que el desarraigo es comprensible. Los rastros que deja la violencia en un individuo son demasiado diversos e impredecibles como para que nos lancemos a las condenas morales. Cincuenta años de violencia multiforme en Colombia, con factores del conflicto tan diversos, ha dejado heridas muy diferentes en personas muy distintas. Cada uno lidia con las heridas como puede. Una de esas maneras es el autoexilio, el escape y creo que eso está perfectamente legitimado. En mi caso, yo no he escrito una sola página en mis novelas que no tenga como relación directa mi país. La ficción ha sido para mí la herramienta de conocimiento sobre Colombia y una manera de volver a mi país cuando físicamente me fui de él. Ahora he vuelto a vivir en éste y entiendo que los 16 años que pasé por fuera han sido una manera de hacer más intensa mi relación con el país.
-Sin buscarlo le han adjudicado la condición de autor destacado del postconflicto. ¿Quiénes deben construir el relato del conflicto colombiano? ¿Es realmente posible encontrar un punto de equilibrio entre responsabilidad por lo acaecido y reconciliación?
-Esta es una gran pregunta. Yo creo que ahí se juega buena parte de lo que nos va a pasar y buena parte de lo que vamos a interpretar en los años que vienen en Colombia. ¿Quién está a cargo de contar el relato del conflicto colombiano? para mí lo importante es que haya más de un relato. Salman Rushdie se preguntaba en público ¿quién tiene derecho de contar nuestra historia? y se refería a que el peor error que podemos cometer los ciudadanos es dejar ese papel solamente en manos de uno de los poderes que nos gobiernen. Creo que los gobiernos tienen derecho a un relato pero también y, sobre todo, los ciudadanos tenemos el derecho a recuperar el derecho de contar nuestra historia. Eso lo hacemos a través del periodismo, a través de la historia y a través de la ficción.
Uno de los signos más claros de que una democracia es funcional es la capacidad de admitir diversos relatos, muchas veces opuestos, y de entender que es a través de la negociación y del descubrimiento de un relato común, en el que todos podamos estar de acuerdo, es como se construyen las democracias. Yo espero que los colombianos seamos capaces de hacerlo.
-¿Hay en su novela algo sobre ese caso que nadie conozca o haya advertido sobre la muerte de Jorge Eliécer Gaitán y Rafael Uribe Uribe?
-No creo. La novela explora el crimen de Gaitán, que forma parte de nuestra mitología, y el crimen de Uribe Uribe desde ángulos nuevos pero no con información nueva. No creo que haya nada en la novela que implique una nueva denuncia ni una gran revelación. Sobre el crimen de Rafel Uribe Uribe que sacudió a la sociedad colombiana en 1914 yo he tratado de recuperar la figura de un hombre muy interesante, Marco Tulio Anzola, quien el mismo año del crimen recibió el encargo de hacer una investigación privada para la familia de la víctima cuando alguien creyó darse cuenta de que la investigación oficial estaba siendo manipulada o distorsionada. Anzola, que está obsesionado por la idea de una conspiración, había sido olvidado por la historia colombiana, pero lo que yo he tratado de hacer es recuperar el personaje con su psicología, con sus contradicciones, con su temperamento, con su visión del mundo de 1914, el mundo de la primera guerra en Europa, de manera que quizás eso es lo que la novela trae de novedoso. Por lo demás, creo que lo que la novela trae como revelación es lo que pertenece propiamente al campo de la novela que es lo que ocurre a nivel moral y emocional, no sólo a los personajes y sus relaciones privadas, sino también a todo un país marcado por la intolerancia.
-Esta vez el narrador es Juan Gabriel Vásquez con nombre propio, ¿por qué lo decidió así?
-Decidí echar mano de mi propia biografía y nombre porque la anécdota que dio origen a la novela fue una vivencia muy potente y un detonante en mis escritura. En 2005 conocí al hijo de un médico forense muy importante en la Colombia de los años 60 que por diversos azares llegó a tener en sus manos una vértebra de Jorge Eliécer Gaitán y una parte del cráneo de Rafael Uribe Uribe el hecho de que me los mostrara y de tener en mis manos estas reliquias del pasado colombiano fue tan potente que en el momento de escribir la novela juzgué que construir un narrador ficticio disminuiría la potencia de ese hecho. Esa elección se convirtió en el catalizador de otros temas porque la novela entera es una reflexión sobre como yo he heredado el pasado violento colombiano, y una reflexión sobre cómo lo heredarán mis hijas que es lo que me ha preocupado siempre.