El Teatro Mayor, en cosa de un par de años, hizo realidad lo que de siempre fue el sueño del público en Bogotá: tener por fin una programación internacional de espectáculos; porque en el pasado lo que hubo fueron salas que los presentaban esporádicamente, más la excepción que la regla.
Fue exactamente lo que ocurrió la noche del 6 de octubre con la presentación del Ballet Béjart de Lausanne, y la del 20, con el Beijing Dance Theater: dos compañías excepcionales.
El bolero de Béjart
Maurice Béjart (1927 – 2007) compró su pasaporte a la eternidad artística con su legendaria coreografía sobre el Boléro de Ravel, justamente la obra que cerró la presentación de la compañía fundada por él, el Ballet Béjart de Lausanne que llevó al público, que agotó la boletería de la sala, a unos niveles de emoción poco frecuentes en nuestro medio.
Esta coreografía de 1961 adquirió una inmensa popularidad en la década del 70 porque Claude Lelouch la incluyó en les unes et les autres bailada en la película por Jorge Don, que era su bailarín favorito. Tiempo después aparecieron vídeos del ballet que tuvo entonces varias versiones: para solista masculino, para solista femenina y para pareja. Debo confesar que el Boléro de Béjart sólo alcanza su verdadera dimensión en vivo, porque la atmósfera de libertad y sensualidad que generaba la solista sobre la circunferencia al centro de la mesa, versus la racionalidad planteada por el Corps de ballet instalado geométricamente alrededor de ella y el paulatino proceso durante el cual los bailarines se van aproximando a ese círculo, sólo puede captarse en toda su dimensión a través de la experiencia en vivo. Sin exageración, una de esas imágenes imposibles de borrar de la memoria, y sin exageración también, un ballet que ya por derecho propio está instalado entre los Clásicos de la historia de la danza.
El espectáculo abrió con otra creación de Béjart, Dyonisios con música de Manos Hadjidakis, decorados de Yokoo Tadanori y vestuario de Gianni Versace, donde se recrea una atmósfera a mitad de camino entre lo mítico y lo mediterráneo, que delata los atavismos del coreógrafo, marsellés de nacimiento y su habilidad para la creación de un ballet de corte narrativo.
La segunda parte se inició con Syncope, una coreografía de Gil Roman, hoy en día director de la compañía, en cierta medida su heredero y por ende el cancerbero de su legado.
La velada de los chinos
La presentación del Beijing Dance Theater fue sencillamente extraordinaria, y de paso importante, porque puso al público en contacto con una de las facetas menos divulgadas de la cultura china contemporánea: su entrada en la modernidad. Dicho de otra manera, que culturalmente China es mucho más que su ópera tradicional y su música ancestral.
La compañía es nueva, muy nueva, apenas fue fundada en 2008, es decir, ayer, pero deja la sensación de que se trata de una empresa con décadas de experiencia, obviamente por el rigor de su baile y por la fortaleza de sus propuestas.
Y a propósito de público, fue el único lunar de la noche, aunque tampoco hay que culparlo, porque a decir verdad, como decía al inicio de esta crónica, apenas ahora empieza Bogotá a acomodarse a los espectáculos internacionales del menú del Mayor.
Como la presentación forma parte de la serie Bancolombia China contemporánea, no es descabellado pensar que una buena parte del auditorio, guiado por el instinto, llegó más con las expectativas de algo de corte tradicional, vestuario suntuoso y escenografías espectaculares y se encontró con la austeridad de un espectáculo que descansó fundamentalmente en la creatividad coreográfica y la increíble técnica de sus bailarines. De modo que la reacción del público no anduvo a la altura del espectáculo: aplausos de cortesía, pero no las ovaciones que en realidad merecían.
Primasdel Beijing Dance Theater fue como esa especie de advertencia de que dancísticamente China no trabaja aislada: dos de las tres obras del programa, Luminous y Mapa de mí están firmadas por coreógrafos europeos, Pontus Lidberg de Suecia y Louise Midjord de Dinamarca respectivamente, la tercera, Crossing, es de Wang Yuanyuan.
El espectáculo en su totalidad es redondo, por la carga de unidad conceptual y estética que le proporcionó el vestuario de Wu Lei, con similitudes para los ballets de Lidberg y Yuanyuan y muy contrastante para el de Midjord.
El primer ballet es de los tres el que paradójicamente revela más raigambre con la tradición cultural y también con la tradición de la danza: es un espectáculo precioso. El segundo, si se quiere, más simbolista en la sensualidad del movimiento y el tercero inquietante.
Todo el espectáculo tiene en común el buen gusto, el sentido de las proporciones y sobre todo el placer del gran baile y la admirable destreza técnica de los bailarines chinos, sin permitirse alardes virtuosísticos. Desde aquí la ovación que en realidad merecieron y que el público les negó.