Hace un tiempo, no tan fácil de estimar por el vértigo de lo digital, las pantallas se convirtieron en un elemento ineludible de la existencia. Instalados frente a ellas, un grupo de ingenieros, casi todos reunidos en California, paradójicamente poco les importó la interacción social, y todas esas redes sociales; eran tímidos miembros de prestigiosas universidades. Años después, y de repente, hiperconectaron al mundo, y ahora tienen a todos las generaciones pegados a un dispositivo móvil o de escritorio.
Las pantallas tienen todas las formas y usos: táctiles, grandes, pequeña, navegables. Permiten desde pagar una cuenta hasta inmiscuirse en la vida de una expareja (stalker) o extorsionar a una persona. Son la vida, y al mismo tiempo una fantasía; cuántas veces se anhela lo que se ve y, un poco después, se aterriza. Así son: incomprensibles, menos para los que viven en Sillicon Valley y Guangzhou (centro técnológico de China).
En contados años, varios han llamado a este cambio de paradigma “revolución tecnológica”. Por supuesto que no sólo incluye pantallas sino chips, robots y algoritmos que mantienen esta nueva era de libertad, goce e hiperactividad. Todo se tiene en un solo click, qué fácil es. Pasado unos años, sin embargo, cuesta entender de qué trata todo esto. Es cierto que el mundo ha cambiado, pero seguimos con un pie en el Siglo XX y otro en este siglo; el volumen de ventas de vinilos (reproductores LP) superó al de la música digital en 2016.
Alessandro Baricco -escritor italiano- dice que se ha creado una “humanidad aumentada”, capaz de formar y moldear un individualismo de masas. ¿Cómo, siendo lógicos, puede haber algo colectivo y, al mismo tiempo, personal? Esta es una de muchas dualidades que han sido comunes a la existencia humana -precisada en la literatura universal por Hamlet- pero que está, como muchas otras, llena de interrogantes.
La casuística, no obstante, siempre ayuda. Se sabe por ella que hay millones de personas en internet viviendo una experiencia colectiva que, de la misma manera, refuerza su individualidad, su yo; sí, sumercé, a su merced de egocéntricos, “alabaos sean”, centros de atención.
Por lo que uno oye, parece que este proceso, más que todo, ha sido perjudicial. “Hemos perdido la capacidad de contemplación”, se dice, mientras otros lamentan que se ha abierto el camino perfecto “hacia la automatización”. Nicholas Carr es uno de ellos. En uno de sus libros titulado “¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?” aparte de su desasosiego, plantea que el internet daña nuestra capacidad de procesar información y memorizarla.
El problema no es tanto la máquina, sino la construcción mental alrededor de ella. Si fuera lo primera ya no se necesitaría de la distopía de Carr o la lectura de Baricco para comprender el fenómeno, con Tiempos Modernos de Chaplin bastaría.
Algunas pistas de cómo se desarrolla este proceso mental las ha dado la antropología digital de Baricco. Desde un principio en su libro “The Game” explica que no es cierto que la máquina o el internet dominen a las personas, sino que la mente de las personas ha cambiado y creado estas nuevas formas. Capaces de hacer varias cosas al mismo tiempo, fluir en diferentes realidades y entrenar “habilidades ligeras”, somos la “versión moderna del multitasking”,
Esta red de habilidades e intereses construye una sociedad de la “posexperiencia”. Término que, lamentablemente, incluye la palabra “pos”, que hoy no significa nada después de tanto “pospunk”, “poscolonialismo”, “posestructuralismo”. A modo de artilugio, de decoración, queda bien. Mejor entender esta interpretación desde la “sociedad serial”.
Para el filósofo coreano Byung-Chul Han, autor del término “sociedad serial”, la posexperiencia es como una serie de Netflix o Amazon. Siempre hay oferta: mucha, mucha. “Nuestra percepción asume una forma serial. Se apresura de una información a la siguiente, de una sensación a la siguiente, sin llegar nunca a un final. Se produce un consumo sin fin. Las series gustan tanto hoy porque responden a nuestros hábitos seriales”, le dijo a El Mundo de España, en 2017.
Un enfoque marxista diría que el consumismo ha sido natural al capitalismo desde el Siglo XIX (incluso antes) y ha llegado a niveles exorbitante por lo digital. Parece una obviedad decir esto. Sin embargo, la revolución digital va mucho más allá, independientemente del modelo de producción; vean Corea del Norte (China es capitalista). Está ligada al entendimiento del tiempo, a cómo transcurre y se compone.
Y tampoco tiene que ver con el vertiginoso ritmo de la vida moderna, ¿posmoderna? Ante el cansancio que deja las maratónicas jornadas, algunos han optado por el yoga, el slow food o por las caminatas ecológicas con el perro. Sin embargo, llegan a sus casas, y de nuevo: no hay orden. No existe porque gran parte del mundo moderno vive en una permanente “discronía”, definida por Chul Han como una carencia de “narración que cree sentido”.
Hechos para el multitasking, parte de los ciudadanos contemporáneos -los que llevan mejor lo digital- tienden a ser “hiper humanos”. Aunque suene como un calificativo del “Quinto Elemento”, Baricco explica que es “un nuevo modo de pensar”, en el que la web y lo digital “desmaterializa las cosas” y crear un “un sistema único de realidad”.
Este sistema, deducible con la simple descripción de nuestros días, llega a niveles impresionantes con referentes como, por ejemplo, los influenciadores en redes sociales. Ellos usan “dispositivos casi de manera orgánica”, “utilizan superficialidad como fuerza propulsora” y, claro, lo más complejo, “no sufren los rasgos desestabilizadores de la posexperiencia porque a menudo no han conocido nunca la estabilidad”. Siempre están en movimiento: qué bien la pasan.
Millones de personas, sin embargo, no hacen parte de este mundo “hiperhumano”. Moralizarlo, decir que es un retroceso, a todas luces es inconveniente. Simplemente ya estamos en él, hay que aceptarlo, sin antes decir que es una glorificación del narcicismo.
*Candidato a MPhil en la Universidad de Oxford.