‘La ópera en mil vivencias’ o las mil y una noches de la lírica | El Nuevo Siglo
Cualquier buen aficionado tendría que hacer ese recorrido de 508 páginas de música.
Domingo, 27 de Septiembre de 2020
Emilio Sanmiguel

Alguien dijo que el mayor placer después de oír música es hablar de ella. En ese orden de ideas el siguiente placer debe ser leer de música.

Mario Hamlet-Metz era muy joven cuando resolvió irse un domingo a hacer cola en la taquilla del Teatro Municipal de Santiago  en la Calle San Antonio para comprar una localidad para la función de esa noche. Corría el 1952.

Tuvo suerte, porque la estrella era Ramón Vinay, para ese momento de 41 años y en el esplendor de su carrera que fue una de las más fulgurantes del siglo. Vinay era chileno, fue un Otello de dimensiones históricas y uno de los tenores más cotizados de su tiempo. Esa noche no cantaba el rol protagónico de la ópera de Verdi, sino el don José de Carmen  de Bizet.

La Carmen era chilena, Laura Didier, muy joven, 19 años, guapa y buena cantante. Es decir, estaban alineados los astros para que alguien sensible a la música viviera una epifanía: la gloriosa música de Bizet, un tenor de talla mundial que no iba a defraudar a sus compatriotas, una mezzosoprano joven que seguramente pisó el escenario resuelta a jugarse la vida y una historia de esas que mantienen alerta al espectador al borde de la butaca. Vuela la imaginación con el ritual de la noche, las luces del teatro extinguiéndose, el foso rugiendo con el Preludio al acto I, la plaza sevillana, la entrada de don José, las cigarreras, la Habanera de Carmen, la Seguidilla, la Canción gitana, la Romanza de la flor que Vinay debió cantar como los dioses, el Aria de las cartas hasta el sangriento desenlace con el cadáver de Carmen en la puerta de la Plaza de toros y don José espantado al comprobar su degradación por haberse enamorado de la Gitana.

Debió ser así. Porque días más tarde repitió el ritual, también para Vinay y la Didier, pero en Sansón y Dalila de Saint-Saëns: El estentóreo Si bemol final se grabó en mi memoria auditiva y me sirvió como punto de referencia todas las veces que oí a un tenor en ese papel¸ escribió a propósito de Vinay.

Esta crónica, aquí libremente recreada, ocupa las dos primeras páginas de su libro de editorial El Mercurio, La Ópera en mil vivencias. Lo cito porque el aficionado, el verdadero aficionado, el que siente por ella una atracción inevitable, guarda ese momento en su memoria como Aureliano Buendía que jamás olvidóaquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo·.

La radio, los discos, la Callas, el Colón de Buenos Aires

Para el que se convierte de la noche a la mañana en un enfermo por la ópera, porque la ópera es un estado de enajenación, nada le resulta suficiente: Hamlet-Metz hace el recuento de esos primeros tiempos, siguiendo como si de una liturgia se tratara, las transmisiones en directo de las funciones desde la Metropolitan de Nueva York con sus grandes estrellas, él lo afirma, es fundamentalmente un teatro de voces.

Simultáneamente los discos, que llenaron su voracidad. Las grabaciones empezaban a escalar niveles de calidad y fidelidad con el long play y permitían un disfrute enorme.

Para entonces la Prima donna assoluta  era María Callas. Aún se planeaba el inútil enfrentamiento entre la griega y Renata Tebaldi. La discusión había polarizado el mundo lírico, se necesitó medio siglo para que el mundo entendiera que sí, que Tebaldi poseía un instrumento precioso, pero que Callas era el teatro lírico en su más pura esencia, la restauradora de la tradición y la única capaz de sacarlo de la sin salida en que se encontraba desde hacía más de cien años. Uno de sus amigos, detractor de La divina, para deshacerse de unas grabaciones suyas, se las regaló, entonces hubo una segunda Epifanía cuando la oyó en Lucia de Lammermoor de Donizetti, descubrió una nueva dimensión del melodramma y de la actuación vocal y la razón de ser de los ornamentos, faceta trascendental del bel canto.

Lo siguiente fue inevitable: saltar la cordillera y llegar al Colón de Buenos Aires, una de las salas más importantes del mundo, favorita de todos los grandes.

Como Marco Polo, pero de teatro en teatro

De eso se trata, en apariencia, La ópera en mil vivencias. De vivir eso de que hablaba, hablar de música y leer  de ella. Porque se trata de una larga conversación musical. El tono es tan relajado que parece que estamos sentados con él, oyendo desgranar, ordenadamente sus recuerdos, a veces asombrados, a veces, para qué negarlo, medio envidiosos, por momento descubriendo cosas que no sabíamos…

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La crónica parece sencilla. El autor sale en plan de estudios a los Estados Unidos, finalmente se instala definitivamente como académico en la Universidad de Washington, con increíble imaginación empieza a combinar trabajo y afición. De pronto su vida se convierte en un incesante recorrido por el mundo entero que le permite ser testigo de excepción del desarrollo de la ópera en el mundo entero. Por décadas ha visto a todos, absolutamente todos los grandes de la lírica, con excepción de la que más admira, la que admiramos todos: la Callas. Ironías de la vida.

Ha visitado todos los teatros, los legendarios como la Scala, La Fenice, Covent Garden, Palais Garnier, San Carlos de Nápoles y otros de menor postín, como nuestro Colón, no tuvo suerte, le tocó ese Barbiere di Siviglia de la Ópera de Colombia: Había en ese Barbiere más humor que bel canto… de haber venido veinte años antes habría, visto la puesta de Michail Hampe, que tenía a Luigi Alva de Almaviva, Thomas Hampson de Fígaro y Zorayda Salazar de  Rosina.

Si se tratara de la crónica de una vida en la penumbra de los teatros del mundo, y cenas deliciosas con los divos tras las representaciones, claro que sería interesante. Mucho. Pero no es de eso que se trata, porque se las ha ingeniado para, a lo largo de esta conversación, hacer su Historia  del Arte lírico. Sin que el lector lo advierta, hace el recuento del desarrollo del género desde su nacimiento en Florencia, a fines del siglo XVI, hasta nuestros días, contiene los argumentos de los más importantes títulos del repertorio, narrados con envidiable sencillez, también lo fundamental para entender la ópera italiana, la francesa, la rusa.

Es un libro para compartir su amor por el género, también sus amores y desamores. Su fascinación por el bel canto, su admiración por la obra de Rossini, su conocimiento de los estilos, el respeto por Verdi, la pasión por Puccini.

Callas está a la cabeza de su santoral. Siguen la Caballé, Gancer, Bergonzi, Shilrey Verret que, me late, prefiere a Grace Bumbry. Por Virginia Zeani a quien adora, por Tebaldi, pues lo cortés no quita lo valiente. No duda en decirnos al oído que la Nilsson era una grande y también Raimondi. Por ahí aparece una diva local, pero no corre con buena suerte, porque el que sabe sabe.

Toda una experiencia. Cualquier buen aficionado tendría que hacer ese recorrido de 508 páginas de música. Y es posible: Amazon.