Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
LA CARMINA Burana de Carl Orff (1895 – 1982) suele ser una obra agradecida con sus intérpretes, no le presenta mayores retos al coro, las partes solistas – salvo la soprano- tampoco son imposibles e inexorablemente lleva al público a brindar aplausos atronadores y grandes ovaciones.
Orff logró con ella un éxito rotundo que lo puso en el mapa de los compositores más populares del siglo XX. Pero ese éxito siempre le ha causado escozor al Establecimiento que sabe que la obra, bajo sus apariencias de ritmos febriles y sonoridades fantasiosas, es muchísimo menos revolucionaria de lo que cree intuir el público. Pero Orff lo logró. Y eso no es tan sencillo. Porque cuando el compositor muniqués intentó repetir el suceso con la Catulli Carmina y con El triunfo de Afrodita, no lo consiguió.
La “facilidad musical” de la obra, tanto para los músicos como para el público, entraña siempre, justamente por ello, una buena dosis de peligro de fracaso.
Generalmente, casi sin excepción, la Carmina Burana es bien recibida por el público. Pero no siempre las interpretaciones son buenas. La del pasado sábado en el Teatro Mayor fue buena, muy buena. Y la idea de escenificarla mejor aún.
La Sinfónica Nacional bajó al foso -por cierto tiene muy buen sonido el foso del teatro Mayor- y trabajó bajo la dirección del chileno Rodolfo Fischer que consiguió tomarle el pulso a la vitalidad rítmica de la partitura y una amplísima gama de matices.
Sobre el escenario la puesta en escena acertadamente se le entregó a la Fundación L’Explose.
Porque no hay que ser extremadamente conocedor de los asuntos de la danza en Colombia para saber que Tino Fernández es el más importante coreógrafo que hay en el país en el campo de la danza moderna; capaz de concebir una puesta en escena coherente y audaz, entre otras cosas porque a lo largo de su trayectoria ha elaborado un lenguaje conceptual y de movimientos muy personal que lleva su sello. Para conseguirlo trabaja desde hace años con la dramaturga Juliana Reyes que también ha demostrado con hechos que sabe su oficio.
Claro, todo suena muy sencillo sobre el papel. Pero es que la creación de una puesta en escena para bailarines es una cosa, y coreografiar para un coro, en este caso el de la Ópera, es otra.
El sábado la obra fue fundamentalmente solventada por los cantantes del coro, los solistas y diez bailarines de L’Explose. La mezcla de cantantes con bailarines fue resuelta con un enorme cuidado por Fernández, los bailarines se mimetizaron inteligentemente con los cantantes y el resultado fue de asombrosa armonía.
Otro punto a favor fue la atmósfera lograda con la propuesta escenográfica, que se basó en la desnudez misma del escenario y una espléndida propuesta luminotécnica que firmaron Jheison Castillo y Sergio Naranjo.
Otro puntal del suceso corrió por cuenta del vestuario de Rafael Arévalo, sencillo pero audaz y atemporal, formidable por ejemplo el traje del ave en la escena de la taberna que gracias a la sensacional coreografía despertó el buen humor del público. Un par de lunares con el inapropiado traje de la soprano en el cuadro final de Cour’s d’Amour y uno de los trajes del barítono que parecía sacado de los depósitos de la compañía local de ópera, no consiguieron opacar la producción.
Bien la actuación de los solistas. Especialmente el tenor Santiago Bürgi y el barítono Patricio Sabaté. Las cosas no se dieron tan bien para la soprano Viviana Rojas, que no posee la calidad de soprano lirico leggero que demanda su parte y tampoco posee la facilidad para remontarse al cruel sobreagudo que debe coronar su actuación en el Dulcissime! Ah! Totam tibi subdo me!
En cambio el Coro de la Ópera, y el Coro infantil Batuta San Rafael fueron grandes triunfadores. Sorprendió el Coro de la ópera por una actuación en la que por igual atendieron la música, el movimiento coreográfico y la intensidad de la dramaturgia, con momentos gloriosos, como ese murmullo casi inaudible pero muy penetrante cuando atacaron el Bibit Hera, Bibit Herus.
Admirable y ejemplar el trabajo del coro infantil, pocas veces se ha visto en escena un coro de niños que haga lo suyo con tanta seguridad y calidad.
En el disfrute de esta Carmina Burana no había que hacer, ni concesiones ni recurrir al espíritu de comprensión que por lo general esperan los creadores locales que se ejerza cuando de ver sus propuestas se trata. Esta fue una producción extraordinaria, musical, dramática y coreográficamente hablando.
De manera que, si de por si las interpretaciones de la Carmina Burana de Orff despiertan el furor de los tendidos, la del sábado 23 enloqueció al auditorio.
Colmó las expectativas; la boletería se agotó con semanas de anticipación y se produjo eso de que he hablado en tantas oportunidades: la electricidad entre el escenario y el público.