Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
¿Es posible que una obra, sólo una, se convierta en la nuez de todo un concierto? Bueno, depende. Depende de muchas cosas y circunstancias. En el concierto de Karita Mattila ocurrió.
Ocurrió en la segunda parte de su recital del viernes en el Mayor, cuando abrió con tres canciones de Jean Sibelius. La primera Illalle con texto en finés y enseguida Våren flyktar hastigt sobre un texto sueco.
Evidentemente algo estaba ocurriendo en la sala, la convicción de la artista iba un poco más allá de la voluntad de hacerlo muy bien que había demostrado en la primera mitad de la presentación. Entonces se produjo el milagro en la tercera y última, Flickan kom (Vino la muchacha), sin duda el momento más intenso y revelador de la noche, Mattila cantó con la sinceridad y el abandono propios de una gran artista, hubo sinceridad y un sentimiento muy hondo, ella unos minutos después intentó explicarlo, pero no pudo poner en palabras lo que en música acababa de ocurrir. Exagero un poco, lo sé, pero las canciones de Sibelius, en especial la tercera, fueron la esencia misma de la noche y todo lo demás pareció quedar borrado. Y no vaya a creerse que el asunto es tan sencillo como decir, ah, claro, es finlandesa, Sibelius le exalta el alma patriótica.
Debo decir que, además de la grandeza musical que significó ese momento, de la extraordinaria técnica que puso al servicio de la música, de los delicados matices y cómo coloreó su interpretación, hubo algo adicional, estar en contacto con una nueva faceta, casi desconocida, de uno de los compositores más significativos del siglo XX.
Ahora la segunda pregunta es más sencilla: ¿Qué más hubo?
Para empezar cuatro Lieder de Johannes Brahms, que evidentemente no son lo suyo. A pesar de que hizo todos los esfuerzos imaginables para hacerlo bien, ocurrió lo que suele ocurrir, que estábamos frente a una cantante de ópera que canta Lied, pero no una auténtica Liederista. Como es una soprano drammatico, el control vocal le resulta casi imposible para resolver, por ejemplo, Wiegenlied, que es la célebre Canción de cuna, aunque Von ewigwe Liebe fue la mejor librada y hasta con momentos altamente convincentes.
Lo propio ocurrió con la siguiente selección, tres Melodiès de Duparc, demasiado delicadas, demasiado sutiles, demasiado complejas en la fusión extraña de melodía y armonía, un terreno casi vedado para voces del calibre del instrumento poderoso suyo, aunque puso todo de su parte para conseguir llevar con dignidad su interpretación y hasta controló bien su formidable instrumento vocal en Phidylé.
El final de la primera parte estuvo, por fin, en el terreno vocalmente natural suyo, Sola, perduta, abbandonata de Manon Lescaut de Puccini. No es la más inspirada de las arias puccinianas, pero sí un vehículo inmejorable para mostrar poderío e intensidad y ella lo aprovechó a tope con sus agudos poderosos, con unos graves oscuros y bien resonados, con entrega y convicción y con la última nota el aplauso cerrado de un público que, ya se sabe, se muere por aplaudir delirantemente, por dar ovaciones y saltar de la silla para hacerlo de pies, por hacer griteríos, por exaltarse más de la cuenta y por disfrutar hasta el último centavo de la localidad.
La segunda parte, la del ya comentado Sibelius, estuvo seguida por una afortunada versión de la Canción de la luna de Rusalka de Dvorak y para cerrar las Canciones gitanas, también de Dvorak, cantadas en la ruta de la Netrebko, descalza y con cierto desparpajo provocador, Las cantó bien, bastante bien, cambió el orden e instaló en el penúltimo lugar la que es cuarta en el original, la más popular (la única que lo es), Když mne stará zpívat uĉívala -Canciones que mi madre me enseñó- que recorrió con la ternura que sugiere una de las melodías más inspiradas del nacionalismo checo.
Y un detalle adicional. Difícil la tuvo para conseguir aplacar el furor de los forofos de la luneta en el ciclo de Dvorak, los que, decía, se mueren por aplaudirlo todo y no ven la hora de protagonizar las ovaciones de pies y ese tipo de cosas que justamente arruinan los “ciclos” al aplaudir entre canción y canción.
Con la aplaudidera de los forofos de la luneta, el Teatro Mayor, al contario de otras empresas musicales, no necesita Claque, con ellos sobran los aplaudidores profesionales para calentar el ambiente.
Dos bises para corresponder la ovación de la luneta: un tango y luego el inefable O mio babbino caro de Puccini. Al piano, magnífico por cierto, Martin Katz, visto en 1985 en el recital de José Carreras del Centro de Convenciones de Cartagena.
Karita Mattila dio lo mejor de sí misma, cantó con entrega, con sinceridad, con la gran voz de que la dotó la naturaleza, pero sobretodo sin reservas, como lo hacen las grandes artistas.