Por Emilio Sanmiguel
La obra de Jelineck, con puesta en escena de Michal Docekal, empieza apenas un poco después de cuando termina la de Ibsen, pero en un contexto radicalmente diferente. La pobre infeliz, porque Nora es una infeliz digna de lástima, sigue viviendo en las nubes, abandona a Helmer, su marido y de paso a sus hijos, resuelve vivir la experiencia de ser asalariada, luego la de querida del chacho de la fábrica (Miloslav Mejzlik) a quien también abandona, eso sí, dejándole muy en claro que nunca lo ha amado, para terminar en brazos de Weygang (Vladislav Benes), un potentado de ese mundillo donde ella se mueve.
Como quien dice, de señora burguesa a empleada, de empleada a amante, de amante a prostituta para cerrar el círculo vicioso de su vida nuevamente con Helmer su marido, ya despojado del ridículo poder que detentaba en Ibsen, arruinado y en un diálogo de mutuas reprimendas y reproches con ella, que finalmente ha pelado el cobre y, por lo menos, se dá el lujo de ser ella misma: porque Nora es cruel y amoral hasta lo inimaginable.
Esa la anécdota del argumento, que resulta francamente divertido y que en la puesta en escena del Nacional de Praga se desarrolla entreverado con la música y las canciones de Milos Orson Stedron, como si de un singspiel se tratara. La mezcla de texto y canciones resulta absolutamente necesaria para darle un respiro al espectador, porque el texto es extremadamente denso y la autora dispara al público una interminable lluvia de dardos envenenados, sobre el racismo, el machismo, el feminismo, el capitalismo, como si se tratara de una moderna versión austriaca de Oscar Wilde: algunas son inolvidables, como eso de que al capital, al contrario de las mujeres, le conviene engordar, bueno, no en vano Elfride Jelinek ostenta sobre su pecho el Nobel de literatura 2004.
La producción se desarrolla en el marco de la magnífica escenografía de Martin Chocholousek, pocos elementos, casi todos de dimensiones exageradas, o abiertamente desproporcionados, como la mesa en casa de Helmer (Igor Bares), que es tan insufriblemente eficiente como los cuidados que le brinda la señora Linde (Jaromira Mílova), que aspira a ocupar el lugar que ha dejado vacante Nora con su abandono, la mesa rueda como un sin-fin y se mantiene pulcra en apariencia y ensucia todo su entorno; o el monumental lecho de Helmer y Nora al final de la obra.
Ahora, como en Ibsen, el centro de gravedad dramatúrgico es Nora, tan aparentemente tonta e insustancial como en Casa de muñecas, pero ahora armada de un discurso que termina siendo el eje central: mitad orate, mitad sapiencia. Katerina Winterova es la encargada de darle vida, es delgada, menuda en realidad, pero tiene el halo de las grandes actrices a quienes no hace falta buscar en el escenario porque tienen luz propia y el epicentro está donde ella se encuentra. Hábil intérprete, baila, canta y sobretodo sabe actuar un rol cuyo texto dejaría extenuada a la más veterana de sus colegas, pero llega al final del espectáculo, de casi dos horas de duración, sin evidenciar fatiga.
Al final hay que rendirse a la evidencia de que no se cumple la maldición aquella de que segundas partes nunca fueron buenas. Bueno, en realidad lo de segundas partes es apenas aparente, porque si la Nora de Ibsen vive todo su drama en el cerradísimo círculo de su estrecho mundillo, la de Jelinek va del timbo al tambo, en realidad es el sosia de la primera, las une la anécdota, pero no mucho más.
La del lunes fue la última presentación del Teatro Nacional de Praga en este festival. El éxito no tiene nada de particular ni debe sorprender porque la compañía, el teatro y de paso su público, así como quien no quiere la cosa, con saltos, ires y venires, tienen una trayectoria que se remonta con facilidad al siglo XVIII; Mozart, por ejemplo, confiaba en los veredictos de Praga más que en los Viena. Pero esa es otra historia.