ERNEST Miller Hemingway llegó por primera vez a La Habana en abril de 1928 a bordo del vapor francés (ilegible) que lo llevó de Le Havre a Cayo Hueso en una travesía de dos semanas. Lo acompañaba su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, con quien se había casado apenas diez meses antes, y ni él ni ella debían tener por aquella ciudad del Caribe un interés mayor que el de una escala tropical de dos días después del vasto océano y el bravo invierno de Francia.
Hemingway tenía 30 años, había sido corresponsal de prensa en Europa y chofer de ambulancias en la primera guerra mundial y había publicado con un cierto éxito su primera novela. Pero todavía estaba lejos de ser un escritor famoso y seguía necesitando un oficio secundario para comer y no tenía una casa estable en ninguna parte del mundo. Pauline, en cambio, era lo que entonces se llamaba una mujer de sociedad. Sobrina de un magnate norteamericano de los cosméticos que la mimaba como a una nieta. Lo tenía todo en la vida, inclusive la belleza estelar y el humor incierto de la esposa de Francis Macomber. Pero aquel no era su mejor abril. Estaba encinta y aburrida del mar y el único deseo de ambos era llegar cuanto antes a Cayo Hueso donde iban a instalarse para que Hemingway terminara su segunda novela Adiós a las armas.
De esas 48 horas de Hemingway en La Habana no quedó ninguna huella en su obra. Es verdad que en sus artículos de prensa sí solía hacer revelaciones muy inteligentes sobre los lugares que visitaba y la gente que conocía, pero entonces se había impuesto un receso como periodista para consagrarse por completo a escribir novelas. Sin embargo, seis años después escribió su primer artículo de reincidente y era sobre un tema cubano. A partir de entonces, escribió una media docena sobre su estancia en Cuba, pero en ninguno de ellos hizo revelaciones útiles para la reconstitución de su vida privada pues se referían de un modo general a su pasión dominante en aquella época: la pesca mayor. «Esta pesca -escribió en 1950- era en otro tiempo lo que nos llevaba a Cuba».
La frase permitía pensar que en el momento de escribirla, cuando ya Hemingway llevaba 20 años viviendo en La Habana, los motivos de su residencia eran más hondos o al menos más variados que el placer simple de pescar.
Cerca del bar El floridita está el hotel Ambos Mundos donde Hemingway alquilaba una habitación cada vez que se quedaba a dormir en tierra y terminó por hacer de ella un sitio permanente para escribir cuando regresó de la Guerra Civil española. Años después en su entrevista histórica con Georges Plimpton dijo: «El hotel Ambos Mundos era un buen sitio para escribir».
Cuando uno piensa en la meticulosidad con que Hemingway escogía los lugares para escribir, su preferencia por aquel hotel sólo podría tener una explicación sin proponérselo, tal vez sin saberlo estaba sucumbiendo a otros encantos de Cuba, distintos y más difíciles de descifrar que los grandes peces de septiembre y más importantes para su alma en pena que las cuatro paredes de su cuarto. Sin embargo, cualquier mujer que debiera esperar a que él terminara su jornada de escritor para volver a ser su esposa no podía soportar aquel cuarto sin vida. La bella Puline Pfeiffer lo había abandonado en sus momentos más duros.
Pero Martha Gellhorn con quien Hemingway se casó poco después, encontró la solución inteligente que fue buscar una casa donde su marido pudiera escribir a gusto y, al mismo tiempo, hacerle feliz. Fue así como encontró en los anuncios clasificados de los periódicos el hermoso refugio campestre de Finca Vigía a pocas leguas de La Habana que alquiló primero por cien dólares mensuales y que Hemingway compró más tarde por 18.000 de contado. A muchos escritores que tienen varias casas en distintos lugares del mundo les suelen preguntar cuáles consideran como su residencia principal y, casi todos, contestan que es aquella donde tienen sus libros. En Finca Vigia, Hemingway tenía 9.000 y, además, cuatro perros y 34 gatos.
Vivió en La Habana 22 años en total. Allí pasó casi la mitad de su vida útil de escritor y escribió sus obras mayores, parte de Tener o no tener, Por quién doblan las campanas, A través del río y de los árboles, Paris era una fiesta, e Islas en el Golfo y, además, incontables tentativas de la rara novela proustiana sobre el aire, la tierra y el agua que siempre quiso escribir. Sin embargo, son esos los sueños menos conocidos de su vida; no sólo porque fueron los más íntimos sino también porque sus biógrafos han coincidido en pasar sobre ellos con una fugacidad sospechosa.
Cómo era ese Hemingway secreto fue la pregunta que se hizo el joven periodista cubano Norberto Fuentes en junio de 1961cuando su jefe de redacción lo mandó a Finca Vigia para que escribiera un artículo sobre el hombre que la semana anterior se había volado la cabeza con un tiro de rifle en el paladar. Lo único que Norberto Fuentes sabía de Hemingway en aquel momento era lo poco que su padre le había contado una tarde en que lo encontraron por casualidad en el ascensor de un hotel.
En alguna ocasión -cuando no tenía más de 10 años- lo vio pasar en el asiento posterior de un largo Plymouth negro y tuvo la impresión fantástica de que lo llevaban a enterrar sentado en la carroza fúnebre más conocida en las cantinas de la ciudad. A partir de aquellas vivencias fugaces, Norberto Fuentes se empeñó en la tarea colosal de averiguar cómo era el Hemingway de Cuba que algunos de sus biógrafos póstumos parecían interesados no sólo en ocultar sino también en tergiversar.
Necesitó 20 años de pesquisas meticulosas, de entrevistas arduas, de reconstituciones que parecían imposibles hasta rescatarlo de la memoria de los cubanos sin nombre que de veras compartieron su ansiedad cotidiana, su médico personal, los tripulantes de sus botes de pesca, sus compinches de las peleas de gallos, los cocineros y sirvientes de cantinas, los bebedores de ron en las noches de parranda de San Francisco de Paula. Permaneció meses enteros escudriñando los rescoldos de su vida en Finca Vigia y logró descubrir los rastros de su corazón en las cartas que nunca puso en el correo, en los borradores arrepentidos, en las notas a medio escribir en su magnífico diario de navegación donde resplandece toda la luz de su estilo.
Estableció por percepción propia que Hemingway había estado dentro del alma de Cuba mucho más de lo que suponían los cubanos de su tiempo y que muy pocos escritores han dejado tantas huellas digitales que delaten su paso por los sitios menos pensados de la isla.
El resultado final es este reportaje encarnizado y clarificador -de casi 7.000 páginas- que acabo de leer en sus originales y que nos devuelve al Hemingway vivo y un poco pueril que muchos creíamos vislumbrar apenas entre las líneas de sus cuentos magistrales.
El Hemingway nuestro, un hombre azorado por la incertidumbre y la brevedad de la vida que nunca tuvo más de un invitado en su mesa y que logró descifrar como pocos en la historia humana los misterios prácticos del oficio más solitario del mundo.