Pintor, poeta y periodista, fueron las facetas que el país y el mundo conoció del destacado Héctor Rojas Herazo, uno de los artistas de mayor relevancia del Caribe colombiano, quien es el centro de múltiples homenajes y es recordado este mes por motivo del centenario de su natalicio.
Nacido en Tolú el 12 de agosto de 1921 y fallecido en la ciudad de Bogotá el 11 de abril de 2002, el maestro Rojas pasó una década de su vida en España y algunas capitales de Europa, dejando a su paso un legado que hoy permanece intacto en la memoria de varias generaciones.
“Alrededor de su voz algunos poetas de la llamada 'Generación sin nombre', tenían en el maestro Rojas un modelo de acento y pasión por la literatura” expresa el también escritor Federico Díaz Granados.
Para conmemorar este aniversario EL NUEVO SIGLO lo llevará a conocer los momentos más importantes de la vida y obra del maestro de las artes y las letras.
Un personaje multifacético
Su faceta como periodista inicia en el diario El Heraldo, de Barranquilla y continúa en El Relator, de Cali, La Prensa y la Revista del Sábado. Posteriormente pasó a escribir en el Universal de Cartagena la columna Telón de Fondo. Colaboró también con periódicos de gran importancia a nivel nacional como El Tiempo y El Espectador.
Adicional a ello, durante estos pasos periodísticos fue parte de la etapa formativa del escritor Gabriel García Márquez, Nobel de literatura. Su relación era tan cercana que las temáticas que abordaban en sus columnas de los diarios eran similares, e incluso alguna vez decidieron intercambiar de nombres en estos escritos de opinión, muestra fiel de su complicidad.
Pero su talento no solo fue únicamente con el mundo de las letras, también lo era con el pincel, ya que realizó más de 60 exposiciones tanto a nivel nacional, como internacional en salas de España, Alemania, Estados Unidos y Canadá.
Sus obras en lienzo, que tenían un estilo figurativo, eran dedicadas a algunos elementos tradicionales colombianos. En sus piezas se pueden observar desde gallos, vendedoras, hasta tamboreros y gaiteros, entre varios elementos más.
Entre su acervo pictórico se encuentran piezas como Amantes en el bosque pintado en 1999, Jaulero liberando sus pájaros, Jinete implorando la paz, Vendedora de sandías, del mismo año, Arlequín enamorado y El flautista Moro del 2000, y Paz entre arrecifes morados del 2002.
Líneas en prosa
La otra cara de Rojas era la de novelista, con la que publicó obras cumbres para la literatura colombiana como Respirando el verano, su primera novela, En noviembre llega el Arzobispo de 1967 y Celia se pudre de 1985.
Destaca su amor por la poesía, una disciplina a la que le dedicó gran parte de su vida y con la que publicó libros insignias como Rostro en la soledad de 1951, Tránsito de Caín de 1952, Desde la luz preguntan por nosotros de 1954, Agresión contra las formas del ángel de 1961, Úlceras de Adán de 1996 y Candiles en la niebla, 2006. Sus obras “confirman a su autor como una piedra cardinal en la literatura colombiana del siglo XX además de asentarlo como uno de los mejores tituladores de libros del país. Cada título de un libro suyo lleva consigo una fuerza poética, su propio cataclismo, una carga de asombro y milagro”, señala Federico.
Además, también lanzó tres antologías personales Poemas antológicos escrita en 1993, La casa entre los robles de 1997 y Las esquinas del viento de 2001.
Para Díaz Granados, quien ha sido seguidor de su prosa “sumergirse en los mares de su torrente lírico constituye una gran tarea. Acción poco fácil si se tiene en cuenta que su palabra poética despliega sus alas generalmente en los territorios de la llaga, la derrota, el fracaso del vivir y la soledad. Sus temas esenciales serían desde su primer libro Rostro en la soledad (volumen celebrado en el momento de su aparición en 1952), los mismos que preocupan a muchos poetas universales: el amor, el desamor, la muerte, el tiempo”.
Agrega que el sello particular de la obra de Rojas “lo marcarían ideas más personales, de su entorno espiritual como la casa, la ruina (el esplendor de la ruina como él mismo llama a su preocupación por esa secreta arquitectura de lo derruido), el deterioro del hombre desde su cuerpo y alma, y el fracaso de Dios ante la desesperación de la vida”.
‘Respirando el verano’
Los 100 años de su nacimiento, han hecho eco en el mundo literario y de las artes plásticas. Especialmente, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2021, en la que la editorial Planeta lanzó esta semana Respirando el verano, una edición conmemorativa de su primera obra.
“Respirando el verano se inscribe en la mejor genealogía de novelas colombianas que no solo traducen la oralidad, las costumbres, los mitos fundacionales, sino que transcurren en la tierra caliente con las connotaciones sociales y culturales que esto entraña. Las grandes novelas colombianas del siglo XX están llenas de lluvias y calor, polvo y olvido. Somos de alguna forma hijos de ese clima y la literatura, por supuesto, ha sido testimonio y documento de todo aquello que ha marcado un carácter y un talante nacional y tropical”, se lee en su prólogo, escrito por Díaz Granados.
Para conocer más acerca de este homenaje, a continuación, le traemos un coto fragmento de Respirando el verano:
LAS COSAS EN EL POLVO
Anselmo amarró el caballito de palo en uno de los balaustres de la ventana y, sentándose en el pequeño mecedor, empezó a desprenderse, de las medias y los cordones de sus zapatos, las bolitas de cadillo que se le habían adherido en su desenfrenado galope por el patio. Todavía estaba congestionado y acezante. Y el recuerdo del patio, de su patio —calcinado y brillante como todos los seres y objetos de aquel tenso verano— lo sentía en las ropas, en la palpitación de sus pies, en la cabeza de sienes hirvientes, en aquel sudor que le de paja y sus árboles de almendro retorciéndose como si los viera reflejados en el agua. Y allí, frente a él, recortado en el lienzo de luz, el bloque negro de un caballo y un hombre, de sombrero y camisa polvorientos, que lo contemplaba en silencio. En principio, la furia de aquella luz derretida, que acentuaba la penumbra del sombrero sobre el rostro, le impidió reconocer al jinete. Pero, cuando este desmontó con agilidad y se quitó el sombrero, mostrando el tramo pálido de su frente en contraste con el resto de sus facciones curtidas, un soplo de recuerdo, imprecisable pero agudo, sacudió la memoria del niño”.