A primera vista Alexander Moutouzkine parece inofensivo, hasta un poquito tímido, con ese tipo de timidez que tanto le gusta al público.
Pero no hay que dejarse llevar por las apariencias, porque una vez se sienta al piano, cambia su actitud y hasta su fisonomía. Y el pianista, el gran pianista, va surgiendo de acuerdo con las circunstancias.
El pasado domingo, en el cuarto de los recitales dedicados a la integral de las 32 Sonatas de Beethoven, el gran artista se reveló a la altura de la última obra, la Sonata Appasionata: curvó un tanto la espalda y se acercó al teclado, como una fiera ante su presa, tocó con suma delicadeza los acordes iniciales del Allegro assai, y siguiendo las indicaciones de la música, se lanzó unos segundos más tarde al fortissimo que determina el carácter profundamente dramático de la pieza, con un sonido que inundó la sala con una sonoridad francamente telúrica pero absolutamente controlada. Porque si algo hay que destacar de su interpretación fue el perfecto control de las cambiantes sonoridades del primer movimiento de la obra. Cualidad que nuevamente se puso de manifiesto en el segundo movimiento, Andante con moto, en el que Beethoven pide del intérprete que cada una de las variaciones doble en velocidad a la anterior una «octava» más arriba; toda una lección de técnica y expresión. Claro, reservó toda su artillería para el movimiento final, Allegro ma non troppo, que fue la coronación gloriosa de un concierto que el público supo valorar en su justa medida y con un aplauso atronador que él supo granjearse desde el primer momento.
Porque su actuación abrió por lo alto con la complicada Sonata en do mayor op. 2 nº 1, tercera de las 32, en la que con luz propia brilló su versión del segundo movimiento, Adagio que posee una solemnidad que anuncia claramente el espíritu muy profundo de sonatas posteriores.
La primera parte del programa cerró con la primera de las sonatas del tercer estilo, la Nº 28 en la mayor op. 101, que no permite los alardes vehementes de la Appassionata porque exige el tono de intimidad y profundidad que será la tónica de las últimas cinco sonatas; en el marco de una interpretación excepcional, Moutouzkine alcanzó la cumbre en los dos movimientos finales que deben constituir un todo indivisible, como efectivamente ocurrió.
La obra que abrió la segunda parte fue la Nº 4, que Beethoven mismo denominó Gran Sonata, que de las 32 es la más extensa, salvo naturalmente la Hammerklavier: estuvo brillante sorteando con habilidad y naturalidad las legendarias dificultades del Molto allegro e con brio, consiguió recorrer con grandiosidad el magistral Largo con espressione, con imaginación tímbrica el tercer movimiento, Allegro, y con un tono desparpajado y por momentos misterioso, el Rondó final.
La próxima presentación
El recital de mañana, que será el quinto del ciclo, le depara al público, la más popular de todas las 32: la Nº 14 Claro de luna y la op. 110 que, se dice, es de todas es la más personal y la que Beethoven se habría dedicado a si mismo.
El programa abre con la Nº 5 op. 10 nº 1, sonata difícil (como sus compañeras del op. 10) y compleja donde las haya e incluye además la nº 9, op. 14 nº 1, obra por la que el propio compositor sintió siempre una particular deferencia.
El intérprete, ya aplaudido en Bogotá hace un par de años, es el suizo Cédric Pescia, único de los siete pianistas invitados que tocará dos recitales en este ciclo. Ha tocado en salas del prestigio de la Philhamonie de Berlín, el Mozarteum de Salzburgo, Carnegie Hall de Nueva York y el Wigmore Hall de Londres.