Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
CASI LA totalidad del planeta contiene la respiración por el carnaval futbolero que este año ¡por fin! no nos depara, por física sustracción de materia, el bochornoso espectáculo de los tres tenores aullando en el estadio de turno. La primera vez, la de las Termas de Caracalla en Roma, vaya y venga, fue novedoso y hasta divertido, pero como el concierto produjo millones de dólares, lo volvieron negocio, y lo que fue entretenido se tornó insoportable: Pavarotti, Domingo y Carreras perdieron la vergüenza en el de la Torre Eiffel, y el griterío tenoril, por suerte ya historia.
Hoy en día no es posible porque hasta hace un par de años los tenores eran dos, el mexicano Villazón y el alemán Kauffman, pero Villazón quedó cesante y Kauffman, que es tan serio que hasta canta el Winterrreise de Schubert, no creo que se jale a presentarse, ¿con quién?, ¿con Alagna y Flórez?... lo dudo.
Hasta aquí las especulaciones lírico-futbolísticas. Porque, como decía, esta es la crónica de la presentación de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, la noche del pasado viernes en el Teatro Mayor del lejanisísimo norte… el teatro está en el lejano norte, pero cuando llueve queda más lejos todavía.
Bueno, pero las cosas se entrelazan, porque el mundial es brasileño y la coprotagonista de esta nota también lo es: la nueva directora titular de la Filarmónica de Bogotá se llama Ligia Amadio, que dirigió la orquesta la noche del pasado viernes en el Mayor.
Buena asistencia en la sala. Casi el lleno completo, para una presentación que trajo en la primera parte las 6 Microestructuras para orquesta de Germán Borda (Bogotá, 1935), que fueron cálidamente recibidas por el auditorio; no hay que extrañarse, en primer lugar porque la directora Amadio, evidentemente las preparó a fondo y porque la obra, ya empieza a convertirse en un clásico del repertorio sinfónico nacional. En ellas el compositor Borda hace gala de uno de los sellos de su estilo que es su concisión que va de la mano de un deliberado desinterés por cualquier tipo de asunto extra musical, lo suyo es música pura, el abandono de la armonía tradicional no es un secreto que hunde sus raíces en su formación académica en la Viena de dodecafónicos y los serialistas; Borda es además un refinado orquestador y sus 6 Microestructuras son casi un tratado del tema, la titular filarmónica no esquivó la oportunidad de lucimiento de su orquesta, el aplauso no se hizo esperar y Borda, que estaba presente, se llevó lo suyo.
Por último, hay que decir que la obra, escrita hace ya varias décadas, no ha perdido su frescura, su incisiva audacia armónica y su seductora orquestación que ya le conceden el estatus de pieza “de repertorio”.
La siguiente obra fue un salto a los finales del siglo XIX: Muerte y transfiguración del compositor alemán Richard Strauss (1864-1949), para algunos especialistas de su obra, fue con este poema sinfónico que Strauss encontró definitivamente su propia voz y se liberó para siempre de las posibles ataduras con Wagner, Brahms o el mismo Mahler.
Buena versión la dirigida por Amadio, aunque es cierto que algunos fragmentos de la pieza, particularmente el Allegro molto agitato no resultaron lo suficientemente nítidos, como era deseable. Porque Strauss ha sido uno de los grandes orquestadores de la historia y Amadio en algunas partes no lo logró… en algunas, porque en otras sí, como en intenso final, donde orquesta y titular le hicieron justicia al poema.
Previa la presentación, la directora, micrófono en mano, resolvió hacer una intervención (¿un poco larga?) para explicar algunos aspectos formales de Muerte y transfiguración, quizás y ¡ojalá!,. porque el programa de mano no aportó mucho al respecto.
Para la segunda parte de la velada, vino la presentación del violinista ruso Shlomo Mintz, que en la década del 80 hizo historia con su celebradísima versión de los 24 Caprichos de Paganini para la Deustsche Grammophon.
Desde entonces, y con razón, se lo considera uno de los grandes virtuosos de nuestro tiempo y para su presentación del viernes escogió una obra de esas que raramente son programadas: el Concierto en si menor de Edward Elgar, que encierra los suficientes retos musicales como para que su audición resulte decididamente interesante y posee la suficiente dificultad como para apenas reservarse a intérpretes de su categoría.
Si a este hecho se le añade que la obra forma parte de esos conciertos denominados sinfónicos, pues fue perfectamente entendible la expectativa que su presentación despertó en Bogotá.