Lunes, 6 de Junio de 2016
Por Jairo Morales Nieto *
Especial para EL NUEVO SIGLO
Las negociaciones de paz en La Habana, Cuba, se aproximan a su finalización según lo anuncian el Gobierno Nacional y las Farc. Con la firma de los acuerdos de paz se concluye en gran medida la labor de los políticos, juristas y militares de ambos lados de la mesa que han tenido a su cargo la difícil tarea de llevar a feliz término un largo y complejo ciclo de negociaciones.
A partir de este momento comienza una nueva fase del proceso de paz orientada a la puesta en marcha de los acuerdos alcanzados en la tierra del poeta y prócer José Martí, en toda su extensión y profundidad. Una característica importante de esta nueva fase es que con ella se inicia un relevo de los gestores de paz en el sentido de que los negociadores ceden el paso a los estrategas e implementadores de la paz y desarrollo. Estos últimos tienen la responsabilidad de diseñar e impulsar exitosamente la estrategia de reconciliación y paz, es decir, la estrategia de construcción de la sociedad postconflicto.
¿Por dónde comenzar? El proceso de construcción de paz y reconciliación tiene muchos portales legítimos de entrada. A mi juicio, uno de los principales portales para la paz es el de la ética o moral filosófica. Atravesar ese portal tiene dos significados. Por un lado, dejar atrás la cultura de la violencia y los anti-valores que viabilizaron la guerra y la destrucción humana; y, por otro, adentrarnos en el mundo de la configuración colectiva de una nueva sociedad pacífica, solidaria, justa y progresista en la que todos los colombianos ambicionamos vivir.
En su acepción abreviada, la moral filosófica o simplemente la ética es el estudio y práctica de los principios, valores, normas y códigos de conducta que guían el comportamiento humano y las decisiones hacia la felicidad y el bienestar individual y colectivo. Son estándares morales comúnmente aceptados y compartidos por una sociedad determinada o grupo humano que hacen realizable la convivencia pacífica y civilizada entre los miembros que la integran; la ausencia o ignorancia de estos estándares usualmente conduce a la confrontación violenta y auto-destrucción como ya lo hemos padecido en carne propia los colombianos en las pasadas seis décadas.
Este escrito está pensado, no para imponer ideas o códigos morales, sino para iniciar una reflexión colectiva sobre la construcción de la ética de paz que quisiéramos tener todos los colombianos en la era de la sociedad postconflicto y también, para esbozar algunas ideas sobre la necesidad de desarrollar una pedagogía de paz que contribuya a la promoción de las transformaciones culturales y conductuales deseadas.
Siguiendo este orden de ideas, he organizado el escrito en tres partes que intentan responder a tres preguntas claves en torno a esta discusión. En la primera parte, la pregunta central es: ¿Por qué ética? la cual a mi juicio engendra el meollo de la sostenibilidad e irreversibilidad de la paz en Colombia. La segunda parte estará dedicada a otra pregunta sucedánea: ¿Cuál ética? Cuya discusión me ofrece importantes argumentos para hacer una propuesta sobre la necesidad de delinear un marco ético normativo que fundamente la sociedad postconflicto. Finalmente, la tercera parte está organizada alrededor de una pregunta de ética aplicada: ¿Cómo transmitir la nueva ética de paz? Se trata de la conversión del marco ético normativo propuesto en una cátedra y pedagogía de paz a ser compartida por todos los colombianos.
Dada la amplitud y complejidad que tienen todos los temas de índole ética y filosófica, el escrito se presentará en diferentes ediciones de EL NUEVO SIGLO, cada una dedicada a intentar responder las tres preguntas planteadas.
¿Por qué ética?
Esta pregunta es tan antigua como la misma historia de la ética desde Sócrates, Platón y Aristóteles siguiendo por la moral filosófica moderna de Kant, Hobbes y de filósofos más contemporáneos como Weber, Habermas, Rawls, Nozick and Dworkin que han fundamentado una teoría normativa de la ética basada en los derechos muy afín a los temas de ética de paz que nos proponemos discutir.
Pienso que la pregunta ¿Por qué ética? es inevitable plantearla una y otra vez cuando reflexionamos sobre la guerra y la paz y más aún cuando nos enfrentamos a eventos y situaciones reales de gran destrucción y degradación humana, anomia institucional y descomposición cultural como las que ha sufrido Colombia en las pasadas seis décadas.
No podemos desconocer y menos negar que la violencia estructural durante todos estos años, no solo ha acabado con cientos de miles de vidas humanas y destruido enorme capital físico, sino que ha pulverizado importantes fundamentos éticos y morales de la entera sociedad y no solo la parte de ella que ha sufrido en forma directa los daños del conflicto armado infringidos en todas sus formas y manifestaciones por guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, bandas criminales y hasta por la propia Fuerza Pública. Lo más dramático de toda esta historia es que la descomposición ética y moral ha invadido y afectado todo el orden político y jurídico del Estado y las instituciones que lo componen, de modo que de alguna forma este orden ha terminado sirviéndole a los violentos e infractores de la ley y de las buenas costumbres.
Uno de los legados más nefastos que nos ha dejado la guerra a las tres generaciones que hemos convivido con esta triste realidad ha sido la enorme dificultad que tenemos todos los colombianos para distinguir y diferenciar entre lo bueno y lo malo, lo justo de lo injusto, lo lícito de lo ilícito, lo correcto de lo incorrecto, lo aceptable de lo inaceptable, de manera tal que usualmente transitamos entre estas dicotomías extremas con el predicado de que al final nos plegamos al lado más dañino de ellas pues en la práctica no hay sanciones éticas y tampoco instituciones sociales o legales que las apliquen.
Los ejemplos para dar facticidad a esta tesis son más que innumerables, casi infinitos como lo podemos ver en la cotidianidad de la vida diaria. La guerra ha alterado y desviado muchos principios y virtudes morales heredadas de nuestros bisabuelos, abuelos y padres que sin proponérnoslo los hemos reemplazado por perniciosos códigos, símbolos y lenguajes estrechamente asociados a una abrasante cultura de la violencia. Los mensajes anti-éticos se generan y propagan en los hogares, vecindarios, las escuelas, colegios, universidades, los negocios y empresas, la administración pública, los tribunales de justicia, el parlamento, la Fuerza Pública, los medios de comunicación social, la investigación científica, los deportes, la televisión, cinematografía y en el teatro.
Es común ver y escuchar por todo lado que es preferible eliminar al oponente antes que negociar; es mejor el enriquecimiento rápido e ilícito que el trabajo esforzado y honrado; es mejor ‘colarse’ en un transporte público que pagar por un tiquete subsidiado; es mejor colocar fraudulentamente capitales en paraísos fiscales que tributar; es legítimo y lícito pagar favores políticos personales con los recursos de los contribuyentes; es mejor mendigar que ser vergonzante; es mejor copiar y robar derechos de autor que respetarlos y pagar por ellos. Hemos convertido expresiones callejeras de cínica anti-ética en aforismos como por ejemplo: “la justicia es para los de ruana”, “usted no sabe quién soy yo”, “dio papaya por eso la/lo secuestraron, mataron, maltrataron o robaron”, “si le pegaron a esa mujer…por algo será”. Hemos divorciado al extremo la ética del derecho a tal punto que no hay castigo legal y menos penal para los jueces y magistrados anti-éticos que negocian millonarias tutelas en su beneficio y en favor de poderosas firmas demandantes; o, funcionarios gubernamentales y no-gubernamentales que viven de la desnutrición y muerte de los niños y niñas que tienen el derecho de recibir alimentación escolar buena y gratuita; tampoco hay sanción pública para quienes hacen actos ilegales pero éticos por ejemplo trabajar honradamente vendiendo viandas y cachivaches en las calles pero pagando a las mafias urbanas por el uso de los espacios públicos.
Menciono todos estos actos de la cotidianidad por fuera de los actos de guerra que por definición enmarcan la ausencia total de la ética y del derecho como dramáticamente lo han registrado en sus magnum opuses el Centro de Memoria Histórica en el reciente informe “¡Basta ya!” (2014) y, décadas más atrás, Guzmán, Fals Borda y Umaña en la imborrable e imperecedera obra “La Violencia en Colombia” (1962), dos tesoros de la historiografía del desastre humano y ético que nos ha tocado vivir y padecer y que una vez leídos en su integridad, ningún colombiano por ajeno o alejado que haya estado de la realidad quisiera tolerar su repetición, nunca jamás. Genocidios, masacres, secuestros, asesinatos, ejecuciones de propios milicianos, extorsiones, siembra de minas anti-persona, reclutamiento forzoso y abuso sexual y laboral de menores de edad, sabotajes económicos y ambientales, narcotráfico, gema-tráfico, minería ilegal y actos terroristas de todo tipo son prueba fehaciente de la negación absoluta de la ética y del derecho que han profesado en particular los grupos insurreccionales armados tras una mal concebida y practicada revolución social, y muchas veces también, representantes indignos de la fuerza pública, la política y la comunidad empresarial.
Dentro de estos escombros de la ética y del derecho en tiempos de guerra, afortunadamente, aparecen luces al final del túnel. Las negociaciones de paz en La Habana, Cuba, más que ser un acto político, jurídico y militar deben entenderse como el mayor acto ético de los colombianos en los comienzos del Siglo XXI. Esto aún no es así, pero puede serlo si los propios grupos insurreccionales, desarmados y desmovilizados cambian sus códigos y estándares de guerra por los valores, principios y normas de la sociedad democrática y estado de derecho que, dicho sea, muy generosamente les extiende la mano para que se integren a la sociedad y contribuyan a engrandecerla por medios pacíficos y civilizados.
Es muy claro, entonces, que en el comportamiento ético de estos grupos y en el reconocimiento que hagan de los derechos fundamentales de las personas y de la sociedad se encuentra una de las claves del éxito de la transición hacia la paz y desarrollo, más allá del blindaje político y jurídico de los acuerdos de paz que con justa razón reclaman. La sociedad colombiana está muy ansiosa por ver estos cambios culturales y conductuales desde ya por parte de las Farc y el Eln pues al final son la esencia de la seguridad ciudadana y estabilidad política futura.
Por razones de espacio debo cerrar aquí esta apasionante discusión. Espero que el lector se sienta satisfecho con este primer escrito y que la respuesta a la primera pregunta de ¿Por qué ética? provea suficiente motivación para leer la segunda y tercera parte dedicadas a las preguntas: ¿Cuál ética? Y ¿Cómo transmitir la nueva ética de paz? temas que se discutiré en próximas ediciones dominicales o especiales de EL NUEVO SIGLO.
* Doctor en Economía. Experto Internacional en Paz y Desarrollo. Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Junio 2016. jairo@inafcon.com