Recorrer los pasos de Gabriel García Márquez en la época en la que creaba un universo mítico que después se alojó en las páginas de Cien años de soledad es la invitación que hace Camino a Macondo, una antología que recoge todos los textos publicados que le dieron forma a su obra insignia de la literatura.
En el escrito, que se estrenó este mes en las librerías del país y que hace parte del catálogo de obras de la editorial Penguin Random House, se podrán conocer los apuntes desde una novela de 1950 y primeros relatos, hasta La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora en 1966, lo que da cuenta de una antesala a la creación de Cien años de soledad.
“Para escribir un libro primero hay que aprender a escribirlo y, solo entonces, enfrentarse a la máquina de escribir”, esa era una de las filosofías de Gabo, quien para idear esta historia que traspasó fronteras, tuvo que “vivir” en su Macondo alrededor de 20 años y es precisamente este camino que recorrió con sus ficciones, el que está compilado en este nuevo ejemplar, del cual EL NUEVO SIGLO le trae un fragmento:
García Márquez se inició en la literatura y el periodismo casi al mismo tiempo. Su primer cuento, La tercera resignación, se publicó en septiembre de 1947; sus inicios como periodista fueron ocho meses más tarde en Cartagena. Para 1950 ya era un columnista de planta del diario El Heraldo de Barranquilla. Su columna, La Jirafa, iba firmada con el seudónimo de Septimus.
También por esos días se había embarcado con sus amigos en la publicación de una revista, Crónica, un semanario deportivo-literario de vida efímera. En el número 6 (3 de junio de 1950) aparece un texto firmado por García Márquez bajo el título La casa de los Buendía y lleva de subtítulo una clara advertencia: Apuntes para una novela. Ahí están los primeros trazos públicos de lo que él alcanza a columbrar y rumia su cabeza. Y en ese mismo mes, apenas diez días después, en la columna de El Heraldo, el texto titulado La hija del coronel, repite la aclaración Apuntes para una novela y no firma Septimus, sino Gabriel García Márquez. Esta puesta en escena, por llamarla de alguna manera, se repetirá ese mismo año en dos ocasiones, El hijo del coronel y El regreso de Meme, el 23 de junio y el 22 de noviembre, respectivamente.
En el primer texto ya está el nombre de la estirpe y la figura de uno de sus más destacados personajes, Aureliano Buendía, quien regresa al pueblo terminada la guerra civil y solo le queda “el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre”. En “El regreso de Meme, “otro coronel –son varios los militares en la obra de García Márquez, unos con nombre propio, otros apenas con el distintivo genérico de su rango– será a la vuelta de unos años el personaje central de La hojarasca. Ya definido aquí con ese carácter que lo conducirá en la novela a una encrucijada: “Fue entonces cuando mi padre, que la había sostenido como sirvienta durante quince años, la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que tiene siempre, cada vez que hace algo con lo cual sabe que estarán en desacuerdo los demás”. El capítulo 2 de La hojarasca (1955) es en sus primeros párrafos una reproducción de esta cuarta columna de El Heraldo, con algunas leves variaciones.
La colaboración de García Márquez con el diario barranquillero terminó el 24 de diciembre de 1952 con El invierno, un texto que ocupaba toda la última página del periódico, antecedido por una breve nota en donde se informaba que se trataba de un capítulo de La hojarasca. Tres años más tarde, la revista Mito publicó (n.º 4, octubre-noviembre de 1955) el mismo texto con el título que se conoce en el mundo entero: “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”. En una columna, casi treinta años después, “¿Cómo se escribe una novela?” (1984), el escritor recuerda a Jorge Gaitán Durán rescatando del cesto de papeles rotos un texto que él cree publicable: «“¿Qué título le ponemos?”, me preguntó, usando un plural que muy pocas veces había sido tan justo como en aquel caso. “No sé”, le dije. “Porque eso no era más que un 2monólogo de Isabel viendo llover en Macondo.” Gaitán Durán escribió en el margen superior de la primera hoja casi al mismo tiempo que yo lo decía: “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”».
En esos primeros textos el pueblo es genérico, no tiene un nombre específico. Un poco más adelante, el lector descubrirá que hay dos escenarios muy similares y distintos a la vez. El pueblo, con sus calles polvorientas, es un lugar que solo dispone de una vía de comunicación, un río, adonde llega tres veces por semana una lancha con pasajeros y el saco del correo. Una lámina de acero en los días de calor, que en invierno se sale de madre y causa estragos en los barrios ribereños. El otro es Macondo, casi igual de incomunicado. Su río no es navegable, pues sus aguas corren «por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos», pero tiene un tren diario, un inocente tren amarillo, y en sus años de prosperidad plantaciones de banano, oficinas con ventiladores y residencias con sillas y mesitas blancas.
La primera mención de Macondo puede pasar desapercibida. En el cuento «Un día después del sábado», que apareció por primera vez en 1954 y hace parte del libro Los funerales de la Mamá Grande (1962), un joven desciende del tren que llega al pueblo y al ver al cura piensa sin ninguna lógica aparente que si hay cura en ese pueblo también debe haber un hotel, y entra a un establecimiento sin mirar –dice el texto– la tablilla que anuncia: «Hotel Macondo».
En este relato ya se encuentran anticipaciones de varios episodios. Hay una nueva mención al coronel Aureliano Buendía, y se cuenta que hace más de cuarenta años José Arcadio Buendía, su hermano, murió de un pistoletazo y hay un insoportable olor a pólvora del cadáver. También se cuenta que «después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de banano y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, [...] quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento...».