De los doce títulos que este año se retransmiten en directo desde la Metropolitan Opera de Nueva York, el medio día del pasado sábado fue para Otello de Verdi. Que puede ser de sus tragedias líricas la más grande, por la calidad excepcional del libreto que es obra de Arrigo Boito, porque el tema procede directamente de una de las obras maestras Shakespeare y porque en ese momento el maestro, que ya entraba en la ancianidad, estaba en el tope de su creatividad, era mucho más autocrítico que en sus años de juventud y madurez y porque, quiéranlo o no los verdianos fundamentalistas, había sentido los aires de renovación del melodrama que corrían por Francia y sobretodo Alemania.
El único problema que plantea Otello es justamente Otello, porque además de todo lo dicho, Verdi lo escribió para un tipo vocal que no es muy frecuente en el canto italiano, o mediterráneo: el tenor dramático, o Heldentenor, usual justamente en las óperas alemanas, particularmente las de Wagner (a su manera Verdi recibió los nuevos vientos que venían del norte… (Con la venia de los verdianos y la displicencia de los wagnerianos).
Claro, sobre el escenario las cosas no son tan sencillas y no se resuelven con un tenor wagneriano interpretando Verdi, porque la manera de cantar de los dramáticos no suele adaptarse al canto italiano; al fin y al cabo una cosa es que Otello demande un Heldentenor y otra que es Verdi puro.
Toda esta introducción para decir que en el Otello de la Metropolitan, o “del Met” como dicen los confianzudos, falló el Otello. Falló mortalmente el tenor surafricano Johan Botha, que será un experto en Wagner y hasta alcanzó a bordar algunos momentos vocales casi memorables el mediodía del sábado, pero no hizo nada, absolutamente nada por Otello, por el personaje. Porque Botha parece ser de esos tenor que creen ingenuamente que el personaje de Shakespeare, como es celoso y de malas pulgas, se resuelve poniendo cara de bravo desde las doce del mediodía hasta las cuatro de la tarde. Pasó por alto momentos gloriosas de la obra: ninguna entrega en el dúo de amor del acto I, un fraseo poco menos que vulgar en el Datemi ancor l’eburnea mano que es una pieza maestra del cinismo y una expresión ausente a lo largo del Dio, mi potevi scaliar del acto III. Ahora, en materia de actuación la suya estuvo en los límites de lo grotesco y se tornó francamente cómica en el acto IV cuando sofocó a Desdémona sin moverse dejando a la pobre Renée Fleming toda la responsabilidad del pataleo de la muerte y remató cuando tras hundirse la daga sencillamente se sentó para cantar cómodamente la escena de la muerte.
Por fortuna, así como no hubo un Otello sí hubo un Jago, en buena hora encomendado al barítono alemán Falk Struckmann, algo vacilante al inicio del acto I, pero luego se creció a la altura del segundo con un Credo que resultó francamente satánico, el alemán mostró estar compenetrado con el texto, con el drama, con la música y sobre todo con el personaje. Como quien dice, pasó lo que ocurre cuando el Otello baja la guardia: ¡que Jago se lo engulló vivo!, Yago se devoró al Otello y Struckmann opacó a Botha: había que ver, y oír, esa desigualdad de entrega, de expresión y convicción en el apasionado juramento que corona el acto II: Otello/Botha sólo preocupado por resolver bien el asunto vocal y Jago/Struckmann literalmente poseído por el demonio.
Cerrando el trío protagonista la gran diva de la casa, la soprano Renée Fleming. Es verdad que Desdémona no plantea problemas técnicos de alto bordo a la soprano, pero no hay que olvidar que en realidad es un personaje más complejo de lo que parece a primera vista, hay que cantar con una sinceridad absoluta y sobretodo la pobre soprano tiene que medírsele, y voy a decir un sacrilegio, a la larguísima escena del acto IV con la Canción del sauce y el Ave Maria que no es propiamente una cumbre de inspiración (la misma escena en el tibio Otello de Rossini es una obra maestra) y Fleming lo logró, logró mantener la tensión dramática a lo largo de la escena. Ya había escalado la cumbre en el dúo de amor, en los actos II y III y, como ya anoté, en el IV, como Botha no quiso hacer ni siquiera un simulacro de actuación, ella se encargó de impedir que la función se fuera al abismo.
Por último y en justicia hay que destacar el Cassio del tenor Michael de Fabiano, por la fortaleza de su voz de lírico bien timbrada y vigorosa y por una actuación impecable.
Sorpresa con el habitual desempeño impecable de la orquesta y los coros de la casa; vaya a saberse la causa, pero el gran Concertante que cierra el acto III sonó plano, rutinario, carente de brillo, sin asomo de dramatismo y con más de un resbalón de afinación del habitualmente muy bien timbrado coro de la Metropolitan: ¿una actuación desatinada de las huestes de la Metropolitan? ¿Una actuación desafortunada del director musical Semyon Bychkov?....
Para terminar: la producción de Eliah Moshinsky es impecable y el movimiento escénico del acto I formidable e intenso. La escenografía de Michael Yeargan es francamente extraordinaria y el vestuario de Peter Hall, el gran Peter Hall, correcto, pero mortalmente predecible.
Pero no pasa nada, porque la Metropolitan tiene en su público su más grande bastión y su mayor debilidad: el público neoyorkino aplaude todo y ovaciona sin criterio. Botha por ejemplo, fue ovacionado de pies. Aunque, en honor a la verdad, el aplauso más ardoroso fue para Struckmann…