“El enigma de la habitación 622”, la apuesta de Joël Dicker | El Nuevo Siglo
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Sábado, 20 de Junio de 2020

UNA INVESTIGACIÓN policiaca cargada de drama, marca la historia de “El enigma de la habitación 622”, la obra más reciente y la más vendida hasta hoy del joven escritor Joël Dicker, ‘el niño mimado de la literatura’, como lo llaman en el mundo de los libros.

En esta investigación, Dicker le apuesta a una mezcla de triángulo amoroso, juegos de poder, traiciones y envidias en una Suiza no tan tranquila, donde la verdad es muy distinta a todo lo que se había imaginado.

El autor, que se dio a conocer a sus 27 años con la novela “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, nació en Suiza y a sus 34 años se ha destacado por su estilo y diferentes reconocimientos como el Premio Goncourt des Lycéens, el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, el Premio Lire, entre otros más. Para conocer más sobre el nuevo ejemplar del escritor, EL NUEVO SIGLO le trae un abrebocas.

El día del asesinato

Domingo 16 de diciembre

Eran las seis y media de la mañana. El Palace de Verbier estaba sumido en la oscuridad. Fuera, todavía era noche cerrada y estaba nevando mucho. Las puertas del ascensor de servicio se abrieron en la sexta planta. Un empleado del hotel apareció en el pasillo con una bandeja de desayuno y se dirigió a la habitación 622. Al llegar, se dio cuenta de que la puerta estaba entornada. La luz se filtraba por la rendija. Anunció su presencia, pero no obtuvo respuesta. Al final, se tomó la libertad de entrar, suponiendo que habían dejado la puerta abierta para él. Lo que descubrió le arrancó un alarido. Salió huyendo para avisar a sus compañeros y llamar a emergencias. A medida que la noticia se propagaba por el Palace, se fueron encendiendo las luces en todos los pisos. Un cadáver yacía en la moqueta de la habitación 622.

Antes del asesinato

1. Flechazo

A principios del verano de 2018, cuando acudí al Palace de Verbier, un prestigioso hotel de los Alpes suizos, estaba lejos de imaginar que me iba a pasar las vacaciones resolviendo el crimen que se había cometido en el establecimiento muchos años antes.

Supuestamente, mi estancia allí iba a ser un ansiado respiro después de dos cataclismos a pequeña escala que habían acontecido en mi vida personal. Pero antes de contaros lo que pasó ese verano, tengo que volver primero a lo que dio origen a toda esta historia: la muerte de mi editor, Bernard de Fallois.

Bernard de Fallois era el hombre a quien le debía todo. El éxito y la fama los había conseguido gracias a él. Me llamaban ‘el escritor’ gracias a él. Me leían gracias a él. Cuando lo conocí, yo era un autor a quien ni siquiera habían publicado: él hizo de mí un escritor leído en el mundo entero. Con su aspecto de patriarca elegante, Bernard había sido una de las personalidades más destacadas del mundo editorial francés. Para mí fue un maestro y, sobre todo, pese a llevarme sesenta años, un gran amigo.

Bernard falleció en el mes de enero de 2018, a los noventa y un años, y reaccioné a su muerte como lo habría hecho cualquier escritor: me lancé a escribir un libro sobre él. Me entregué a ello en cuerpo y alma, encerrado en el despacho de mi piso del 13 de la avenida de Alfred-Bertrand, en el barrio de Champel de Ginebra.

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Como siempre que estaba escribiendo, la única presencia humana que podía tolerar era la de Denise, mi asistente. Denise era el hada buena que velaba por mí. Siempre de buen humor, me organizaba la agenda, seleccionaba y clasificaba la correspondencia de los lectores, releía y corregía lo que yo había escrito. Llegado el caso, me llenaba la nevera y me reponía las provisiones de café. Y, para terminar, se adjudicaba cometidos de médico de a bordo, presentándose en mi despacho como si subiera a un barco después de una travesía interminable, y me prodigaba consejos de salud.

— ¡Salga de aquí! —me ordenaba afectuosamente—. Vaya a dar una vuelta por el parque para ventilarse las ideas. ¡Lleva horas encerrado!

—Ya fui a correr esta mañana —le recordaba yo.

— ¡Tiene que oxigenarse el cerebro a intervalos regulares! —insistía.

Era casi un ritual cotidiano: yo obedecía y salía a la terraza del despacho. Me llenaba los pulmones con unas cuantas bocanadas del aire fresco de febrero y luego, desafiándola con una mirada guasona, encendía un cigarrillo. Ella protestaba y me decía con tono consternado:

—Que lo sepa, Joël, no le pienso vaciar el cenicero. Así se dará cuenta de cuantísimo fuma.

Todos los días me imponía a mí mismo la rutina monacal que seguía cuando estaba dedicado a escribir y que constaba de tres etapas indispensables: levantarme al alba, ir a correr y escribir hasta por la noche. De modo que, indirectamente, fue gracias a este libro como conocí a Sloane. Sloane era mi nueva vecina de rellano. Se había mudado hacía poco y desde entonces todos los residentes del edificio hablaban de ella. Por mi parte, nunca había tenido ocasión de conocerla. Hasta esa mañana en que, al volver de mi sesión diaria de deporte, me topé con ella por primera vez. Ella también venía de correr y entramos juntos en el edificio. Entendí en el acto por qué todos los vecinos coincidían al hablar de Sloane: era una joven con un encanto que te dejaba sin recursos. Nos limitamos a saludarnos educadamente antes de meterse cada cual en su casa. Yo me quedé alelado detrás de la puerta. Me había bastado ese breve encuentro para empezar a enamorarme.

Al poco tiempo, solo tenía una cosa en mente: conocer a Sloane.

Intenté un primer acercamiento aprovechando que los dos salíamos a correr. Sloane lo hacía casi todos los días, pero sin horario fijo. Me pasaba horas deambulando por el parque Bertrand hasta que perdía la esperanza de encontrármela. Y, de pronto, la veía pasar fugazmente por una avenida. Por regla general, me resultaba imposible alcanzarla y la esperaba en el portal de nuestro edificio. Me impacientaba delante de los buzones y fingía que estaba recogiendo el correo cada vez que un vecino entraba o salía, hasta que por fin llegaba ella. Pasaba delante de mí, sonriéndome, y yo me derretía y me quedaba tan turbado que, antes de que se me ocurriera algo inteligente que decirle, ya se había ido a casa.