Una historia que hunde sus raíces en la naturaleza humana y sus claroscuros, así es De ninguna parte la nueva novela de Julia Navarro, quien ha hecho de sus libros los ejemplares más vendidos alrededor del mundo. Este año presenta esta ficción con tintes de realismo, la cual se posiciona entre las favoritas de los colombianos en las últimas semanas.
De ninguna parte es un viaje a los confines de la conciencia de dos hombres que se ven obligados a vivir de acuerdo a unas identidades que no han escogido y de las que es difícil escapar, cuyas vidas se vuelven a cruzar años más tarde en Bruselas bajo el humo de las bombas con las que El Círculo, una organización islamista, siembra el terror en el corazón de Europa.
El libro sigue la historia de Abir Nasr, un adolescente que presencia, impotente, el asesinato de su familia durante una misión del ejército israelí en el sur de Líbano. Ante los cadáveres de su madre y hermana pequeña, jura que perseguirá a los culpables durante el resto de su vida.
Noche tras noche la amenaza de Abir irrumpe en el sueño de Jacob Baudin, uno de los soldados que ha participado en la acción mientras cumplía con el servicio militar obligatorio, enfrentándose al dilema de luchar contra enemigos que no ha elegido. Jacob, hijo de padres franceses, no deja de sentirse un emigrante en Israel e intenta reconciliarse con una identidad que le viene dada por su condición de judío.
Le puede interesar: Bogotá, capital de la fiesta mayor de la viola
Después de la tragedia, Abir es acogido por unos familiares en París, donde se siente atrapado entre dos mundos irreconciliables, el asfixiante núcleo familiar y la sociedad abierta que le ofrece libertad y que encarnan dos jóvenes: su prima Noura, que se rebela contra las imposiciones del integrismo religioso de su padre y Marion, una adolescente hermosa y vitalista, de la que se enamora de forma obsesiva.
EL NUEVO SIGLO le trae un corto adelanto de esta vibrante novela de la escritora española, con la que invita a sus lectores a reflexionar sobre cada una de sus certezas.
“París. Medianoche
Abir
Nunca he dormido con ninguna mujer. No puedo permitírmelo. Podría soñar, decir en voz alta cualquier cosa que me pudiera delatar. Mi vida se resume en matar y huir. Matar y huir. Matar y huir.
La mujer que conocí anoche me ha despedido en la puerta mientras bostezaba. Parecía aliviada de verme marchar. Dentro de unos minutos no recordará mi rostro ni yo su nombre.
Siempre busco profesionales, puesto que lo único que pretendo es un desahogo rápido. En alguna ocasión han querido alargar la noche, pero yo no me lo he permitido por temor a caer en el sueño.
Disfruto del paseo en soledad. Me cruzo con mujeres que exhiben su carne en las esquinas mientras los hombres para los que trabajan aguardan fumando en cualquier portal.
Me pregunto cómo será dormir con una mujer la noche entera. Quizá no lo llegue a saber nunca. Cuando era adolescente soñaba con un futuro en el que compartiría las noches y los días con Marion.
Camino hacia el distrito X, pasaré cerca de la casa donde ella vivía con su hermana Lissette. No es que espere verla. Hace años que se marchó, pero pisar su calle consigue que la sienta cerca.
Marion... pronto nos volveremos a ver. Le prometí que haría algo grande.
Esta noche el pasado me visita como tantas otras noches y me cuesta reconocerme en el adolescente que fui. Aún siento un temblor cuando recuerdo el día en que llegué a París con mi hermano y el tío Jamal...
Abir e Ismail, dos huérfanos asustados que no podíamos elegir. Era consecuencia de la tragedia. Mi tragedia. El asesinato de nuestros padres en Ein el-Helwe. Aquel comando israelí nos dejó huérfanos.
Cierro los ojos para recordar mejor, aunque temo revivir lo que sucedió entonces y que en el presente forma parte de la pesadilla que me impide dormir.
Abir respiró hondo y dejó que los recuerdos le arrastraran al pasado. Seguía reteniendo en la retina aquella madrugada en Ein el-Helwe cuando los judíos irrumpieron en el sueño de la familia. No los buscaban a ellos, sino al jeque Mohsin. El jeque visitaba a un cuñado de su madre.
Su padre, Jafar, les ordenó que huyeran y Abir cogió de la mano a Ismail mientras su madre, Ghada, los seguía con su hermana pequeña en brazos, la dulce Dunya. Saltaron por una ventana. El ruido de los disparos envolvía la madrugada. Su madre tropezó y cayó de bruces. La cabeza de Dunya se estampó contra el suelo y empezó a manar sangre mientras su madre gritaba. Abir se dio la vuelta y quiso socorrerlas, pero en ese momento escucharon disparos seguidos de una explosión y al jeque Mohsin chillándoles que corrieran. Pero él se agachó e intentó tirar de la mano de su madre. Vio con horror que estaba herida, porque cuando el jeque disparó a los judíos, ella se interpuso para evitar que le mataran. Y allí murió. Entonces Abir cogió una piedra y, levantando el puño, gritó a los perros judíos que los mataría. Cumpliría su promesa. La estaba cumpliendo.
Después del asesinato de sus padres, siguieron viviendo un tiempo en Ein el-Helwe, un pueblo mísero, pero donde se sentían seguros porque nada les resultaba ajeno. Más tarde la familia decidió que estarían mejor en Beirut. Sus primos, Gibram, Sami y Rosham, hicieron lo posible por aliviar su dolor.
Allí estuvieron hasta que los reclamó Jamal Adoum, tío de su padre. Cuando se enteró de lo sucedido no dudó en regresar al Líbano para hacerse cargo de los dos huérfanos de su sobrino Jafar, casado con Ghada. Era su obligación para con la familia.
Su tío Jamal era un hombre humilde con un oficio, electricista. Primero había emigrado a Francia en busca de trabajo y luego... luego, a causa de Noura, tuvo que probar suerte en Bélgica, asentándose en Bruselas. La tía Fátima era una buena mujer y el primo Farid se había ganado el respeto de la familia por su piedad y sabiduría. En cuanto a Noura, Abir no podía dejar de querer a su prima, por más que le avergonzara su comportamiento indecente.
Se sentía agradecido a su tío porque los había adoptado. Les dio sus apellidos y les enseñó a ser buenos creyentes temerosos de Alá. Puso especial empeño en que ni Abir ni el pequeño Ismail faltaran a la mezquita. Cuando alguno de ellos enfermaba y su esposa le pedía que les permitiera quedarse en casa, Jamal ni siquiera la escuchaba. No había excusa para no acudir cada viernes a rezar junto a los hermanos que mantenían su fe en aquella ciudad pecadora. “