Concierto de excepción en la Catedral filarmónica de Bogotá | El Nuevo Siglo
Foto cortesía Orquesta Filarmónica
Lunes, 1 de Noviembre de 2021
Emilio Sanmiguel

En Colombia los teatros, también los auditorios, son a duras penas remedos de lo que deberían ser. Los primeros, cuando no resultan más sordos que una tapia no tienen parqueaderos y si los tienen son insuficientes; en algunos las colas que se arman en las puertas de los baños dan angustia, para no hablar de las cafeterías, que por lo general son improvisadas; en los teatros de mayor capacidad ni siquiera hay donde sentarse en los halles, cuando los hay; ningún escenario tiene hombros o trasescena.

Con los auditorios sinfónicos es la misma historia porque los arquitectos, a estas alturas, no se han enterado todavía que, como si de templos se tratara, el órgano es el instrumento que los preside, o los debiera presidir. No es un asunto decorativo, sino funcional: es un instrumento indispensable para los 150 años del barroco, para la música religiosa de los 50 del clasicismo, para muchas piezas del repertorio romántico, etc. Para qué mentirnos, la solución de recurrir a instrumentos electrónicos es, por lo menos, grotesca.

Por suerte el ministerio de Cultura, durante el largo reinado de Mariana Garcés, se le midió a liderar la restauración del órgano de la Catedral Primada que, a pesar de su complicadísima acústica, permite la realización de conciertos con obras cuya orquestación demanda, como decía Liszt, al papa de los instrumentos.

En honor a la verdad, la ministra Garcés enfrentó duras polémicas por cuenta de esa restauración, pero salió victoriosa y, a la final, gústele a quien le gustare, el órgano de Aquilino Amezúa de fines del s. XIX regresó a la vida, fortalecido, con más de 4.000 tubos, una poderosa batalla y una consola de lujo para, así, permitirle al público que la tarde del pasado sábado 16 de octubre colmó literalmente las naves de la Catedral de la Plaza de Bolívar, disfrutar de un concierto francamente excepcional con la Orquesta Filarmónica juvenil de Bogotá.

Tarde que trajo el debut con la Filarmónica de uno de los grandes organistas de nuestro tiempo, el catalán Juan de la Rubia, titular del instrumento de la Basílica de la Sagrada Familia de Barcelona, de quien con sobrada razón se ha dicho que posee un virtuosismo exuberante.

De paso la tarde trajo la presencia, y actuación en el podio filarmónico de Manuel López-Gómez, venezolano de las huestes de Abreu, asistente de Dudamel, con una hoja de vida que incluye orquestas de la categoría de Radio France y Radio de Frankfurt, Detroit, Filarmónicas de Roterdam, Seúl, Moscú y, cómo no, la Simón Bolívar de su país.

Ahora, si bien es cierto, un currículum lo resiste todo, López-Gómez, nuevo titular de la Filarmónica juvenil, presentó lo mejor de sus credenciales como director en la primera parte del programa. Porque dirigió lo que pocos, muy pocos de sus colegas, incluidos los famosísimos, se atreven a hacer: una sinfonía de Haydn, vehículo temible para poner en evidencia las falencias de un director y, desde luego, las de una orquesta, pero también el mejor para demostrar que sabe lo que hace.



Golpe de la mejor teatralidad abrir el programa, al interior de una catedral, con la dramática Marcha de la Música para el funeral de la Reina María de Henry Purcell de 1695, que sirvió de introducción a la obra de fondo, la Sinfonía n°49, la Pasión, en Fa menor Hob I/49 de Haydn.

Funcionó bien la introducción pues generó una atmósfera tensa, que le dió paso, sin solución de continuidad, al Adagio, primer movimiento de La pasión. Desde ese momento pareció quedar sobre la mesa que, ni la orquesta, ni su director estaban dispuestos a permitir que la acústica del recinto les fuese a jugar una mala pasada; así las cosas, para el segundo movimiento, Allegro di molto, el asunto no se limitó a resolver la precisión insidiosa que exige Haydn, porque evidentemente la expresión tuvo vehemencia.

A la altura del tercero, Menuet – Trio, López-Gómez hizo un giro, más hacia lo galante que hacia lo idiomáticamente clasicista, la orquesta hasta parecía encantada en el disfrute de las frases breves del discurso y en darle paso al trio como si este se deslizara furtivo y sin permiso. Para el cuarto, Finale, Presto, un nuevo giro, de mucha intensidad -dirían los musicólogos muy Sturm und Drang- como si la expresión llegara a los límites mismos de la euforia.

La segunda parte del programa no fue menos novedosa. Por la presencia de De la Rubia y por la novedad de la obra, que se interpretaba por primera vez en el país, novedad absoluta para la mayor parte del auditorio -me incluyo- desde luego: la Sinfonía n°1 del compositor francés Alexandre Guilmant, Sinfonía con órgano op. 42. Parecería superfluo decirlo, pero desde el instante mismo en que el catalán apareció, dejó flotando en el aire venir resuelto a seducir con su energía y con la música de Gillmant a la multitud que abarrotaba las tres naves de la Primada.

Organista, director y orquesta atraparon en cosa de segundos a la audiencia desde la imponente introducción Largo e maestoso que abre la sinfonía, porque la música sonó imponente, sí, pero también amenazante; como si de un hechizo se tratara, música y virtuosismo fueron de la mano a lo largo de la interpretación, pues el público observaba entre fascinado y asombrado los pasajes donde el catalán disfrutaba con la ligereza de una danza los pasajes en el pedalero y los de confidente lirismo del Allegro; valga decirlo, la orquesta estuvo  la altura y dialogó con autoridad con el solista. La atmósfera prevaleció y no consiguió ni distraerla ni arruinarla, durante el segundo movimiento, Pastorale. Andante quasi allegretto el ruido de mercado persa proveniente de la Plaza de Bolívar y la Séptima, que se colaba al interior; prefirieron hacer caso omiso de semejante intromisión y concentrarse en lo suyo: la música. Con el tercer movimiento, Final. Allegro assai - Andante maestoso - Tempo primo, la música sepultó la intromisión de ruido, y todo desembocó en una suerte de triunfo expresivo que condujo a lo que ya era inevitable: que el auditorio ovacionara a De la Rubia, López-Gómez y la Filarmónica.

Un buen Bach de encore por parte del solista y a las tinieblas exteriores de esa calle de Calcuta en que se ha convertido la Carrera Séptima…

Pero, musicalmente hablando, una tarde de esas que sólo pueden ser calificadas de memorables.