LA MUERTE y todo lo que ello significa se apoderó de “Cipriano”, la tercera novela de Marta Orrantia, quien hizo el lanzamiento de este libro durante este mes. Una historia en la que la autora demuestra una realidad de muchos: la pérdida de un hijo.
El libro cuenta la historia de Cipriano, viudo hace solo tres años y casi octogenario, quien enfrenta la noticia que Juana, su hija, ha muerto en un accidente de avión. El dolor se multiplica por el hecho que ella había dejado de hablarle desde hacía un buen tiempo, por razones que él nunca terminó de comprender, o de aceptar, razones que, de todos modos, nunca pensó definitivas.
Las molestias físicas, los olvidos, la somnolencia, la soledad, las rutinas vacías, la conciencia de la proximidad irremediable de la muerte, todas las penurias cotidianas de la vejez son relegadas por una congoja abismal, y no le queda más que esperar la última llamada, en la que le anuncien la entrega de los restos del cadáver. Lo que Cipriano no alcanza a imaginar es que ahí, en esa notificación, se esconde un universo insospechado, nuevas angustias, pero quizás, nuevas alegrías.
Marta Orrantia es periodista y autora de ficción. Ha trabajado como editora de la revista Gatopardo y fue editora internacional de la revista SoHo. Fundó y dirigió la revista Rolling Stone en su versión para la zona Andina y Panamá.
A continuación, EL NUEVO SIGLO lo lleva a conocer un abrebocas sobre esta sensorial novela, que podrá encontrar en las librerías del país.
“Todavía se despertaba con el estruendo de una explosión imaginaria. Se levantaba y, para conservar un poco de cordura, se ponía las pantuflas de cuadros escoceses y se asomaba a la ventana de la habitación. Quería constatar que en la noche no había llamas ni aviones caídos sobre las casas ni gritos de pánico, sino un par de gatos chillando de éxtasis.
El sobresalto bastaba para que no durmiera más, y luego de dar vueltas en la cama debía sentarse, encender la luz y hacer el crucigrama del periódico, que guardaba en un cajón de la mesa de noche para estas ocasiones, cada vez más frecuentes.
Ya hacía un par de meses que Cipriano había perdido a su hija, y aunque no había visto el accidente en las noticias, lo imaginaba a diario, y la suponía quemándose en el fuego o aplastada contra los asientos o rota en pedazos como el fuselaje del avión en el que iba, y que cayó contra un barrio anclado en la montaña, lo que produjo la muerte a otros tantos. La había perdido hacía mucho más, de eso estaba consciente, cuando Juana se había alzado con las joyas de su madre recién muerta y le había dicho que él era un hombre inútil y un padre mediocre y que estaría mejor sola. Esa primera separación le había dolido, pero no tanto. La habían ocultado capas de orgullo, del duelo mismo de la viudez, y la posibilidad de buscarla en el futuro, aquel futuro que se veía extenso y largo como una pradera.
La había perdido, pero ella seguía allí, en el mundo, en su ciudad o en otra, qué importaba, a una llamada de distancia, a un encuentro fortuito, así de cerca, y si no se habían visto en tres años era porque todavía no tenían nada que decirse.
Cuando amaneció, Cipriano guardó el periódico con el crucigrama hecho y el sudoku a medio acabar, y fue a prepararse un café a la cocina. Un viejo solitario requería poco para sobrevivir, pero el café y el pan blandito eran dos necesidades básicas. Como nunca aprendió a cocinar, su desayuno consistía en eso, además de algo de leche, o un jugo de naranja cuando estaba glotón.
El almuerzo lo tomaba en el corrientazo más cercano, donde daban un menú del día con sopa de plátano o de arracacha y carne asada o pechuga de pollo, siempre con un arroz que mantenía la forma del molde en el que lo servían y que decoraban con un punto de salsa de tomate.
Había pensado en tener una persona que lo ayudara con el aseo, pero era tan poco lo que había que limpiar que se las apañaba solo, y una vez al mes la señora Mariela, la esposa del celador de su edificio, repasaba el polvo, limpiaba los baños y le dejaba todo como nuevo, convencida de que sumaba indulgencias para el más allá, mientras cobraba un poco más de lo normal en el más acá.
A Cipriano nunca le había molestado el arreglo. Le gustaban el silencio y la soledad, y el día que Mariela iba a su casa, él buscaba excusas para estar fuera, en un parque o en un café o en un cine, al que entraba casi tan esporádicamente como a los conciertos de música clásica.
Pero esa mañana, pensó Cipriano mientras ponía la cafetera en el fogón, le habría venido bien tener a Mariela cerca. Ya había pasado el tiempo de las visitas y los pésames y la compañía que sucede a las muertes, y así como todos volvían a sus quehaceres, el silencio regresaba a ser su rutina, una rutina iluminada por la luz mortecina de una mañana de lluvia.
La ventaja, pensó mientras hervía el café, era que ya no tenía a nadie más a quien perder. Bueno, nadie no, se dijo. Aún quedaban Néstor, su hermano, y Alicia, su cuñada, que seguía viva, así el alzhéimer que tenía lo hiciera pensar que la perdía a pedazos.
Lavó con cuidado el plato y la taza, limpió la borra de la cafetera, puso todo en el secador de platos y recogió el periódico para leerlo en la sala, después de un baño. Caminaba por el corredor cuando sonó el teléfono y el corazón se le trepó a las amígdalas. Ya qué más podía perder, se preguntó, en un vano intento por tranquilizarse, y dudó si tomarlo en la sala o en su habitación. Estaba equidistante, y ese segundo de duda lo hizo detenerse. Otro timbre y se devolvió a la sala. La mano le temblaba un poco, tal vez por el café, cuando levantó el auricular.
—Don Cipriano —dijo la voz femenina, que se identificó como funcionaria de la aerolínea. Hablaba suave, como una máquina contestadora, y él imaginó que las entrenaban para que su tono fuera sosegado, impersonal, un poco tonto. Aun así, a él no lo engañaban. Ya una vez había creído que lo llamaban para una promoción y resultó semejante debacle, su hija, por Dios, y ahora volvían a llamarlo, y a medida que esta mujer hablaba él seguía temblando y esperaba lo peor”.