Borges, poesía y épica | El Nuevo Siglo
Domingo, 19 de Junio de 2016
Por Luis Gabriel Galán Guerrero (*)
Especial para EL NUEVO SIGLO
 
EN la vida literaria de Jorge Luis Borges (1899-1986) hay una infatigable lozanía de espíritu; una caudalosa memoria que no se empequeñece con su país; una inmarchitable curiosidad infantil por los enigmas del universo; una fascinación griega por el tiempo y hebrea por la divinidad. Borges solía hacer un misterio de las cosas; en parte, por ello goza de una legión de lectores. Pero su lección también fue otra. Como si se tratara de pasar de la antesala de un bosque gótico a un campo verde, su ética de lectura era de una diáfana sencillez: debe haber encanto y buen gusto. Sus últimos relatos en El Libro de Arena (1975) cumplieron esta ética. Al término de su vida, los atesoró como sus preferidos. 
 
Inútil reseñar la vastedad de toda su obra o su importancia para la literatura; y peor sería cometer la mala educación de contar sus cuentos. Se puede decir con seriedad y hasta con responsabilidad, que muy pocas cosas no le interesaron y muy pocas no supo. Cuando era cuentista era excelente, cuando era poeta era espléndido. Aunque poco comentados, sus méritos en la poesía son indiscutibles especialmente en El Hacedor (1960) y en El Otro, El Mismo (1964). 
 
Se dice, a veces, que Borges era sólo pensamiento y un genio solitario; pero esta apreciación depende de que haya cierta insensatez y unas malas costumbres intelectuales. Tildado de insensible, no deja de impresionar la insensibilidad habitual con que su obra es leída. Quizás se tema enlodar con pasiones sus juegos metafísicos y matemáticos. 
 
Su genio no admitía el sentimentalismo ni consentía el patetismo. Asumió su destino con estoicismo pero no fue un estoico. “¿De qué puede servirme que aquel hombre/ haya sufrido, si yo sufro ahora?/”, escribió en el poema “Cristo en la Cruz”. Su imperio del pudor cedió en los dominios de la poesía. Al revisar su obra, uno debe concluir que Borges no fue el primer poeta insensible de la humanidad. 
 
En realidad, una de sus grandes aventuras fue dar con el amor. Lo encontró en la biblioteca de su padre, en los escritores ingleses, en el culto de sus antepasados, en el idioma alemán y el anglosajón, en Buenos Aires, en sus contadas amistades y especialmente en su madre, que dominó su vida. El amor también está presente en su obra no con derroche sino con economía. El “Aleph”, uno de sus cuentos más célebres, fue escrito bajo el hechizo de Estela Canto. En una carta le dijo: “Esta semana concluiré el borrador de la historia que me gustaría dedicarte: la de un lugar (en la calle Brasil) donde están todos los lugares del mundo”. 
 
Hay en él además una nostalgia que es difícil percibir en otros autores. Borges era un escritor nostálgico. El remordimiento, la desdicha, la cobardía son tempestades recurrentes en los mundos que ha creado. Los lamentos se escuchan en su poesía y se avizoran en los destinos de algunos de sus personajes. Cuando no elaboraba fantasías metafísicas, se desdoblaba en cuchilleros mágicos que ponían a prueba su honor y coraje. 
 
Es posible que se imaginara sinceramente el paraíso bajo la especie de una biblioteca. Sospecho, por mi parte, que pudo imaginarlo también como el desembarco de los sajones en Nortumbria bajo un cielo congelado desplomado de grises, o como una ensordecedora escaramuza en las pampas argentinas. Persiguió los libros para perseguir en ellos la épica. Y de las grandes aventuras al amor hay un paso. Sospecho, incluso, que semejante al héroe de “El cuento más hermoso del mundo” de Kipling, uno de sus relatos favoritos, habría cambiado todos los libros del universo por un amor. A fin de cuentas, en el poema “Lo perdido” concluyó: “Pienso también en esa compañera, que me esperaba y que tal vez me espera”. Sólo él sabrá si se encontraron. 
 
A Borges le gustaba la amistad en los libros y en la vida. Se rodeó de muchas mujeres, algunas de ellas mecenas como Victoria Ocampo. De ningún modo ejerció la amistad tan entrañablemente como con Adolfo Bioy Casares, que figuró en dos de sus cuentos. El diario Borges de Bioy es un monumento intelectual, no caben dudas. Allí apenas entran las vanidades de los críticos; apenas rasguñan sus páginas. Sus vidas desfilan como un diálogo permanente, feliz, apasionado. Durante más de cincuenta años, casi todas las noches se reunían los dos. “Come en casa Borges”, anotaba servilmente Bioy. Acto seguido, se enseñoreaba del salón conversaciones nocturnas que enjuiciaban, desgajaban y saboreaban las novelas, los cuentos y los poemas como manjares. Leer este libro es el privilegio de descubrir la literatura de su mano. En este diario hay espacio hasta para mofarse de las banalidades, siendo ellos mismos personajes banales de una comedia humana.
 
De su amistad con Bioy nos quedan también los cuentos ilegibles de Héctor Bustos Domecq y a la vez la prueba de su buen gusto. Irreprochablemente, Bioy y Borges colaboraron en varias colecciones. Algunas de las más notables son los Mejores cuentos policiales (1943) y La antología de la literatura fantástica (1940). Enterado de su muerte, Bioy registró embriagado de una pesadumbre que sentimos nuestra: “Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar: Esto le va a parecer una estupidez”. 
 
Con sus páginas podemos reconfortarnos que el castellano no haya muerto. Y a través de él, quiso revivir la épica en mundos fantásticos. Cuentan que próximo a la muerte, Borges escuchó la lectura de su cuento “Ulrica” y exclamó conmovido: “Soy un escritor”. No sin emoción leemos estas líneas; el momento solemne de un destino cumplido fantaseado desde la niñez. La épica lo acechó toda la vida; no bajo la forma de una espada anglosajona, sino de una pluma. Su ceguera lo emparentó con la hermandad de los poetas antiguos. Borges se esfumó del mundo como un creador de sagas. 
 
Hasta el final de su vida se asemejó al muchachito del templo que aleccionó a los doctores. The boss of us all, dijo Walt Whitman del gran poeta inglés Alfred Tennyson. Sólo bajo su propio riesgo, los latinoamericanos podrían sustraerse a la sombra colosal de Borges y retirarle este apelativo. 
 
(*) Investigador del Centro de Estudios en Historia (CEHIS) de la Universidad Externado de Colombia. Ha trabajado como asistente de investigación del Centro de Estudios Latinoamericanos (LAC) de la Universidad de Oxford.