Calet tiene 11 años y sueña con ser astronauta. Cada vez que puede, habla con palabras emocionadas sobre planetas, estrellas y de las dudas que se quedan atoradas en su corazón de niño buscando una respuesta: ¿existirá acaso vida en otras galaxias? ¿Qué hay detrás de ese firmamento que se ilumina cada mañana ante sus ojos, mientras ayuda a su padre a sembrar?
Hijo de campesinos, el chico vive en la vereda Santa Rosa, un territorio escoltado por montañas generosas en una apartada zona rural de Ciudad Bolívar.
Hasta esas lomas llega, cada sábado, Javier Orlando Gualteros, para abrir las puertas de la Biblioteca Comunitaria Rural Santa Rosa, un lugar que cabe en la mirada, pero tan grande para albergar sueños como el de Calet, uno de los más de 30 niños que cada fin de semana arriban a la biblioteca buscando las historias y juegos que Javier inventa para ellos.
Ayudante de construcción, 33 años, ojos bondadosos, Javier se propuso crear en este lugar un espacio que les permitiera a los más pequeños acceder a la lectura, pues la biblioteca más cercana les quedaba a más de una hora de distancia.
Lo logró con la cariñosa complicidad de Johanna Suárez, su esposa, una maestra de primaria. Ella conocía bien el amor reverencial de Javier por los libros, por la palabra. “Piensa en un lugar en el mundo en el que realmente la gente necesite una biblioteca”, lo retó hace unos años. Y a Javier no se le ocurrió un lugar distinto que este paraje donde el sol sonríe desde sus montañas.
Es que, desde muy joven, este bogotano se sintió atraído por la figura de los bibliotecarios. “Ya de adolescente me gustaba escribir y me llamaba la atención lo que hacían los bibliotecarios. Al comienzo, cuando visitaba la Biblioteca La Marichuela, cercana a mi barrio, pensaba que eran personas que solo te pasaban libros de los estantes, pero luego me di cuenta que hacían más cosas, que lideraban proyectos en sus comunidades. Que trabajaban con niños, con jóvenes, con adultos mayores. Algún día, yo quiero también trabajar haciendo lo mismo”, se dijo Javier.
Lo soñó y lo intentó. En 2014, después de terminar con dificultad su bachillerato, ingresó al Sena a estudiar gestión bibliotecaria. Pero la mala salud que lo acompaña desde niño, por cuenta de una hidrocefalia-mielomeningocele, se agudizaron y le impidieron continuar el camino. “Tuve una cirugía para caminar mejor porque es una enfermedad que te afecta la espina bífida. Pero me dan muchos mareos y dolores de cabeza que son incapacitantes. Un día, el médico me dijo: o los estudios o la biblioteca. Era pesado estar en ambas cosas. Y me decidí por la biblioteca, por esos niños en Santa Rosa”.
Javier supo ponerse a salvo de sus defectos físicos, ha tomado talleres de promoción de lectura con BibloRed y la Biblioteca Nacional, y se ha empeñado con terquedad en ese apostolado que financia de su propio bolsillo y se alimenta también de la generosidad de quienes le donan libros en toda Bogotá. Hoy suma más de 200 títulos, entre novelas, cuentos, textos escolares y literatura infantil.
Él ignora a propósito que en su cabeza lo acompaña siempre una válvula de Hakim, encargada de drenar el líquido amniótico que le permite estar vivo. Y cada sábado cumple su ritual sin falta: sale temprano de su casa en el barrio Chuniza, en la localidad de Usme; se transporta una hora en bus hasta la vereda y luego recorre, lento y con dificultad, la media hora de camino que le espera desde el paraje donde lo deja el bus hasta la biblioteca.
Cuando este lugar abrió sus puertas comenzaron tímidamente a llegar los niños. Primero tres, luego una decena. Hoy suman más de treinta. Algunos arriban desde otras veredas cercanas como El Hato y La Argentina. Incluso desde Arrayanes, la más retirada de todas. Lo supo un sábado en que vio llegar, cansados, a dos niñas y un niño que le contaron su travesía, tras hora y media de camino a pie, movidos solo por la curiosidad de encontrar dónde jugar y leer.
Cuenta Javier que la primera vez que sacó frente a ellos Carlos Baza Calabaza, un libro del autor Emilio San Juan, los chicos soltaron a reírse. “¿Usted tan viejo y lee cuentos para niños?”, lo confrontó uno de los niños. Él comprendió enseguida que se había ganado su curiosidad y comenzó a leerles con las técnicas aprendidas en los cursos que ha tomado. También comparte películas, juegos de mesa, talleres de origami, de pintura y de escritura. Con las señoras de la vereda improvisan juntos talleres de costura. A veces también juegan al fútbol entre grandes y niños.
Hasta la vereda ha llegado la Red Distrital de Bibliotecas, BibloRed, con promotores de lectura para fortalecer los procesos comunitarios que él desarrolla en la biblioteca. Y él toma nota. Y aprende.
Y el tiempo le alcanza para escuchar también los anhelos de Calet, que se pregunta si en realidad podrá cumplir su sueño de convertirse en astronauta. Su papá le repite que no vale la pena estudiar, cuando lo mejor es que se integre al Ejército una vez cumpla los 18 años. Javier lo escucha y lo invita a que no desista. Y toca puertas, aquí y allá, buscando libros sobre el espacio y los planetas, para alimentar el sueño de Calet. “Es que los libros permiten eso: imaginar mundos que parecen imposibles”, dice el bibliotecario.
Si se atrevió a soñar él con fundar una biblioteca, a pesar de tropezar con tantos caminos sin salida, los demás también pueden lograr sus metas, repite Javier. Él espera que en poco tiempo la biblioteca de Santa Rosa cuente con una colección más completa. Con la ayuda de su papá, obrero de construcción, trabaja en la fabricación de unos estantes que le permitan acomodar todos los libros, catalogarlos y organizarlos como se debe.
No tiene prisa. Un hombre acostumbrado a derrumbar muros, entiende que a veces los sueños suelen caminar pausadamente. / Lucy Libreros